Pelota sobre piedras - El Rincon Cubano

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Pelota sobre piedras

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La pelota, pasión hasta en las piedras.
El beisbol callejero, se juega en cualquier lugar.
Por Oniel Moisés Uriarte.

Lo que nunca se podrá poner en dudas, es que el juego de pelota, fue el entretenimiento por excelencia de los muchachos en mi niñez. Desde los finales de los años sesenta, hasta la mitad de los setenta, fueron años, en los que los niños de mi edad y no tan niños, en pueblos y ciudades, a lo largo y ancho de Cuba, íbamos llenando todos los espacios posibles, con el juego de beisbol callejero.

Fuera en las cuatro esquinas, un descampado, un área deportiva inutilizada, calle de poco transito, callejón sin salida, plazoleta o sencillamente, de una acera a otra, eran muchas las variantes del juego de las bolas y los strike que se implementaban, según el área a celebrar los encuentros. El juego de Las cuatro esquinas, con pelota de goma y a mano limpia, tanto para batear, como para coger, era la más socorrida de las formas de jugar a la pelota. El taco, era otra modalidad, fácil de jugar y en el que se utilizaban los recursos mínimos. Solo se requería un palo de escoba al que se cortaba un pedazo para que sirviera de pelota y se jugaba de una acera a la otra. Al suave, se jugaba con una pelota que normalmente confeccionábamos con recortes de tela y cinta aislante o esparadrapo y como su nombre le identifica, los lanzamientos para el bateador eran suaves, por lo que no se requería un receptor y podía jugarse en una calle con poco tráfico.

Jugar al duro, ya era una modalidad de mayor categoría, se utilizaban guantes, bate y pelota de cuero dura, más conocidas como pelotas de poli. Regularmente se jugaba en algún terreno abandonado, plazoleta o descampado y los equipos llevaban un receptor con careta, peto protector y mascota y según las dimensiones del terreno aumentaban hasta nueve los jugadores que participábamos por cada equipo.

Salir de la escuela en la tarde, llegar a casa, cambiarnos de ropa, merendar algo ligero, y bajar a reunirnos con los muchachos del barrio en la calle Indio, era un ritual al que no escapábamos ninguno. La libertad de la que gozábamos los niños por entonces, es envidiable en cualquier sociedad actual. Podíamos estar jugando hasta cerca de las nueve de la noche, sin que esto representara preocupación alguna para nuestras familias.

Un tiempo tuvimos en el barrio, en el que podíamos practicar todo tipo de juegos, menos el de pelota, por no tener un terreno donde hacerlo, éramos muy pequeños aún para trasladarnos al Centro Vocacional Deportivo más cercano, por lo que tuvimos que aparcar guantes y pelotas hasta mejores tiempos o creciéramos un poco más. Pero un día, la suerte se pudo de nuestra parte. El solar del Reverbero, vecindario de mala muerte en nuestra calle, que algunos meses antes se había desalojado por condiciones de insalubridad, fue demolido.

Piedras sobre piedras, fue lo único que quedara de aquella edificación, que antaño alojara a humildes familias, que el solo hecho de salir de aquel lugar ya significaba una mejoría en sus condiciones de vida. Y nosotros, los muchachos del barrio Los Sitios, ganábamos un terreno de pelota, que aunque con pocas o ningunas condiciones, al menos nos daba la posibilidad de reunirnos sin molestar a los mayores.

Comenzamos tirándonos pelotas y cogiendo confianza con el terreno, hasta que nos atrevimos a organizar el primer partido. Formamos dos equipos de 7 jugadores cada uno y como si en terreno llano lo hiciéramos, juagamos al duro. Con cátcher y todo, (mejor dicho en castellano, receptor), que nos duró solo una entrada, la pelota de poli en un lanzamiento no llegó a la mascota del receptor, chocando con una piedra y golpeándole de lleno en los dientes, aportando dos de ellos a nuestra noble causa de jugar sobre pura piedra.

A la siguiente semana de comenzar nuestra relación de amor y odio con el terreno, un día llegamos en la tarde y encontramos que se había abierto un agujero del tamaño de una puerta en una de las paredes laterales al fondo del placer, por la que apareciera un pequeño totalmente desnudo y detrás su padre. Al vernos nos saludo, presentándose con el nombre de Joseito y desde entonces se convertía en nuestra fuente de aseguramiento técnico material. Desde una careta para los receptores, guantes mejores que los que teníamos, pelotas nuevas y hasta un bate de madera profesional. Pero lo que más nos gustaba de contar con Joseito a cargo del apoyo logístico de nuestra tropa, eran las limonadas que nos preparaba y muchas veces acompañadas de un pan con timba (guayaba).

Tengo que señalar, para que ustedes amigos lectores, se hagan una idea de lo que era aquel terreno irregular, que desde la calle hacia el fondo del placer, la altura iba de mayor a menor, el cajón de bateo estaba situado casi a metro y medio por debajo del lanzador y dos metros de los que jugaban en las bases. Y todo aquello, poblado de piedras de diferentes tamaños, las había romas y con mucho filo, de las que acariciaban y las que sacaban sangre, arrancando la piel, hasta dejarla en carne viva. No pocos escapamos sin alguna cicatriz, que lucimos en nuestros cuerpos desde aquellos años de infancia.

Pero como decimos en Cuba, sarna con gusto no pica y si pica, no mortifica, entonces, con mucho orgullo, podemos presumir los muchachos de mi barrio Los Sitios, que la pasión por la pelota, nuestro deporte nacional, pudimos practicarlo en terreno propio, El Reverbero, que no sería el mejor, pero bien que nos resolvía.

 
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