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Lumínicos de una ciudad en penumbras

Memorias > Publicaciones 2019
Lumínicos de una ciudad en penumbras
Cuando el neón vestía de luces mi Habana.
Por Oniel Moisés Uriarte

Si algo caracterizó a La Habana de los cincuenta y primeros años de los sesenta, fueron sin dudas, los anuncios lumínicos que engalanaban sus principales avenidas. Cuando caía la tarde la ciudad se vestía con un elegante traje de neón.

La calzada de Monte donde nací, era uno de mis paseos favoritos, cuando era pequeño, lo hacía de la mano de mi madre y ya en la adolescencia acompañado de mis amigos de entonces. Le recuerdo por la majestuosa vista nocturna bajo los altos portales sostenidos por voluminosas columnas, por la lozanía de los autos que por su asfalto circulaban y por los carteles iluminados por intensas luces de neón. La calzada de Reina, las calles de San Rafael, Infanta, Neptuno y Galiano, entre otras, eran verdaderas joyas en el arte de iluminar una ciudad.

Todo lo que se anunciara en las principales arterias de la capital tenía su cartel lumínico, lo que hacía de estas, un mar de luces en las alturas. Imposible era caminar en La Habana ajeno a aquellos reclamos publicitarios. En mis recuerdos muchos de aquellos lumínicos quedaron grabados para siempre, aún no me es difícil cerrar los ojos y empezar a visualizarles entre ellos la cuchillería Sin Rival, la colchonería La Moderna, la peletería El Gallo, las tienda El Líbano, La Alborada, Horizontes, La Estrella Oriental, Lámparas Quesada, Restaurante Lafayette, La ideal, El Ten Cent, Versalles, Flogar o El Encanto, por solo mencionar algunos.

Tuve la suerte de tener muy cerca en mi familia a tres personas que desde muy jóvenes se vincularon al trabajo de mantenimiento e instalación de aquellos anuncios lumínicos que abundaban por toda la ciudad. Osvaldo, Emilio y Piro, mis tíos, hermanos que compartieron durante muchos años el mismo oficio en las alturas.

A partir de Enero del cincuenta y nueve los carteles lumínicos de la Habana fueron desapareciendo poco a poco, cada vez eran menos los que iban quedando y para entonces, el mantenimiento de los que sobrevivieron, quedaba a cargo de un pequeña empresa ubicada en la calle Zanja, donde por años laboraran los tres hermanos.

Varias veces me los encontré por distintos puntos de la ciudad cumpliendo con sus respectivos trabajos. Emilio conducía el camión que portaba la escalera mecánica extensible, mientras Piro y Osvaldo se ocupaban del mantenimiento y reparación de los carteles. Por norma general, los lumínicos se sostienen por una barra y cables de acero anclados a la pared de los edificios, siendo la altura de su colocación a tres metros aproximadamente desde el suelo, razón por la que no en pocas ocasiones sentado sobre la barra de algún cartel lumínico se podía encontrar a cualquiera de los experimentados operarios. Una labor de alto riesgo la que desempeñaban aquellos hombres que desenfadados, confiados y seguros subían a las alturas para reparar o dar mantenimiento a algún que otro cartel.

Verles en aquella faena fue algo que siempre me hizo sentir bien, me gustaba por la complicidad y camaradería con que lo hacían, era una verdadera familia, amén de los vínculos de sangre que les unía. Me consta que en los años finales de la década del cincuenta el trabajo de quienes instalaban, reparaban o mantenían los anuncios lumínicos en la Habana, era intenso, interminable, basta con mirar alguna foto de una avenida de la vieja ciudad para comprobar cómo abundaban los carteles de neón, por lo que trabajo y medios para desarrollarlo siempre existían.

Así pasaron los primeros años de la estrenada década del sesenta y con ella el nuevo sistema socio-político cubano, para entonces La Habana siguió luciendo, como podía, sus viejos carteles lumínicos, gracias a hombres como aquellos haciendo magia para mantenerlos, porque ya comenzaban a escasear las partes fundamentales que les conformaban. La Habana de noche dejaba atrás su esplendor porque las luces de neón ya no fulguraban como antaño.

A finales de los ochenta, recibimos la fatídica noticia de un accidente sufrido por Piro, el mayor de los tres hermanos cuando se disponía a cambiar un tramo de neón que se había fundido en el cartel lumínico de una tienda de ropa ubicada en la calle Belascoain. En el intento falló el arnés de seguridad y se precipitó al pavimento desde la considerable altura de tres metros, no pudiendo sobrevivir al fuerte impacto. Su muerte era premonitoria de los tiempos que se avecinaban.

Con los noventa comenzaba un extenso periodo de oscuridad a lo largo de toda la isla. La Habana no estaba exenta de los intensos apagones, ni sus calles, ni avenidas, tampoco sus carteles lumínicos, motivo de peso por lo que mis dos queridos tíos, los que quedaron, decidieran acogerse a la jubilación. Con ellos se llevaban la experiencia acumulada por más de treinta años de trabajo, se cerraba el ciclo de una tradición heredada y se perdía un oficio que por sencillo no dejaba de ser importante, preciso y necesario, porque lo que ellos hacían era vestir una ciudad de luces y de satisfacción a la vista de quienes transitaban las calles de la Habana engalanadas por el neón. Es sin lugar a dudas motivo de orgullo haberles conocido, tenerles muy cerca, y mucho más, compartirles desde la relación familiar que nos uniera.



 
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