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Lo que era, no fue, así lo pareciera

Memorias > Publicaciones 2019
Lo que era, no fue, así lo pareciera.
Por Oniel Moisés Uriarte.

Casi finalizando el año noventa llegué a un poblado llamado Guareiras, perteneciente al municipio de Colón, en la provincia de Matanzas. Fue de la mano de una joven lugareña de la cual había quedado prendado a su paso por la capital y que conociera por una providencial confusión. Eran momentos muy difíciles para mí, hacia muy poco tiempo mi madre había dejado de existir físicamente y la dura realidad de no tenerla me golpeaba cada día con más fuerzas.

Por entonces trabajaba yo en una importante empresa abastecedora del turismo en la Habana del Este, a donde se había trasladado su sede tras el incendio del restaurante Moscú, edificio aledaño a nuestra empresa. El cambio de ubicación tan privilegiada, del pleno corazón del Vedado al reparto Camilo Cienfuegos, la diferencia de condiciones de trabajo y el confort perdido con la destrucción del inmueble, sumado a mi irreparable pérdida, me hacían muchas veces subirme al auto que conducía en aquellos años y vagar por la ciudad de noche sin rumbo determinado, era una forma de evadirme de aquel suplicio por el que atravesaba en pleno comienzo de mi madurez.

Sin pensarlo mucho dejé atrás todo y aparecí en aquel pueblito matancero buscando refugio, algo que encontré rápidamente en su gente y en la responsabilidad que asumí al administrar la cafetería, restaurante del lugar, atendida por la empresa de gastronomía municipal, la que con mi expediente y experiencia no dudó en aceptar mi traslado.

Muchos sucesos viví en aquel lugar, pero de ellos recuerdo uno que me tocó enfrentar apenas llegar, momentos en los que arreciaba la crisis económica por la que atravesaba el país con la caída del campo socialista. Un día me avisaron muy temprano en la mañana de la llegada de un camión repleto de pollos vivos que teníamos que matar, desplumar y conservar para la elaboración de platos a ofertar en el restaurante. Ya lo de bajar del camión más de mil pollos e intentar enjaularlos para que no escapasen, era una proeza, cogerlos uno a uno por el pescuezo y meterlos en bidones de agua hirviendo para desplumarlos bajo una pertinaz llovizna de finales de noviembre, una verdadera odisea, pero conservarlos para su posterior elaboración, fue la tarea más titánica que nos podían encomendar. ¿Dónde? si solo teníamos una nevera de congelación que generaba más calor que frio dado los prolongados apagones a los que estábamos sometidos por la escasez de petróleo.

¿Qué hacer, recibirlos o rechazarlos? No hacerlo era marcarme ante la empresa con una nota muy negativa en el mismo comienzo de mi mandato al frente de la unidad gastronómica, por el contrario, aceptar aquella tarea era un riesgo total. Puesto de acuerdo con el jefe de almacén finalmente la decisión fue descargar el camión en su totalidad. Aquello parecía una película de horror cayendo atrás a los pollos más avispados y con alas más vigorosas que les permitían volar por encima del muro del patio de la cafetería donde intentábamos agruparles.

Las ollas eran insuficientes para desplumar aquella cantidad de aves de corral, saliendo por todo el poblado a buscar quienes nos prestaran las cacerolas más grandes que poseyeran. Debo reseñar que no fueron pocos los del pueblo que se volcaran a ayudarnos en la colosal tarea. Así pudimos salir del atolladero, quedando entonces la ultima parte de la obra, refrigerar los que no se cocinaran en la primera partida, esa si era la más difícil, ¿con qué?.

Fue entonces cuando se nos alumbró el bombillo, venderíamos los pollos sin cocinar, solución que violaba el principio básico gastronómico, pero que no nos quedaba otra salida , en la contabilidad que pasaríamos a la empresa aparecerían como raciones vendidas, mientras que los lugareños recibirían el producto sin elaborar para procesarlo al gusto de cada cual. Y así fue, quiero puntualizar que fueron años en los que el dinero abundaba pero había muy poco en que invertirlo, el desabastecimiento era tal que los productos alcanzaban precios astronómicos y no era difícil pagarlos. Juro que nunca en mi vida he visto tanto dinero como en aquella ocasión. Los cartuchos de papel no alcanzaban para echar todos los billetes que acumulamos con la venta. Por cualquier rincón del almacén y oficina escondíamos abundantes cantidades de billetes, de veinte, de diez y de cinco. Vendíamos los pollos al peso y la libra la valorábamos a cinco pesos. Fue tan inesperada la solución por parte de la empresa que cuando ya casi agotábamos la partida de los primeros mil pollos nos enviaron un segundo camión con similar cantidad.

Para poder hacer creíble ante la empresa el cumplimiento de tamaña tarea, nos inventamos un buen recurso, salir al monte con un tractor, tirando de una carreta para recolectar leña, siendo la solución cortar marabú, que resulto ser el mejor aliado de los hornos de carbón que con posterioridad elaboráramos.
Dicen que el fin justifica los medios y como lo importante era que los pollos no se echaran a perder y que a la población llegara el alimento necesario, venderlos vivos nos salvó a todos, si porque por supuesto la empresa envío inspectores a indagar como se había realizado la elaboración y distribución de tan alta cifra de raciones. Pollo en todas sus formas habidas y por haber aparecieron en recetas que sobre el papel debieron  parecer algo sospechoso para quienes nos dirigían, pero que gracias a la complicidad del pueblo de Guareiras, que en pleno, fuera cómplice en aquella aventura, pudimos salvar el trasero.

Como lo bueno dura poco, nunca más se nos dio aquella oportunidad, la que tuvimos, bien la aprovechamos y tanto que dinero tuvimos hasta para comprar bicicletas, único medio de transporte que por entonces podíamos darnos el lujo de utilizar. Juro que no tomé por costumbre saltarme las normas, ¿o no? No se, no recuerdo, han pasado tantos años que se me hacen borrosas las imágenes, lo que sí recuerdo es que aquello me ganó el título de salvador de las causas perdidas y por ellos me enviaron, primero, a rescatar la instalación gastronómica ubicada en la presa Las Brisas, camino al pueblo de Los Arabos y con posterioridad al hotel Santiago Habana, lugares en los que tuve que poner a prueba todo el ingenio que se necesitaba para salir adelante en condiciones que nunca fueron favorables para nada, pero que todos sabemos que así funcionábamos, para bien o para mal, o lo tomabas o sencillamente te esperaba la misma solución que aquellos pollos vivos que un día me salvaran en Guareiras.


 
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