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La traición cuando no mata hace más fuerte

Memorias > Publicaciones 2019
La traición cuando no mata hace más fuerte 
Cuando la ingratitud roza la mediocridad.
Por Oniel Moiséss Uriarte
 
Le conocí viviendo en condiciones difíciles, compartiendo lo poco o lo mucho que podíamos tener lejos de nuestras respectivas casas, cuando en el cumplimiento del servicio militar viviéramos una experiencia única, yo, sirviendo como ayudante del Jefe de la sección política de la unidad penitenciaria militar conocida como Canaletas, en la provincia de Matanzas y él cumpliendo una sanción de dos años por desertor.

Su madre, una mujer bastante mayor para la edad que por entonces él tenía, una vez al mes viajaba, pasando vente mil vicisitudes desde la Habana, para cumplir con el derecho a las visitas que gozaban los reclusos. Si tenía suerte y el chófer del ómnibus en el que viajara era un hombre condescendiente con las necesidades de los tantos y tantos familiares de reclusos y reclutas que tenía que trasladarse desde la capital regularmente hacia ese destino, entonces, quedarse en el entronque de la carretera hacia el poblado de El Roque, era un verdadero privilegio, ya que se ahorraba un kilometro y medio de caminata desde donde se encontraba la parada oficial de los autobuses, a casi tres de la entrada principal de la unidad militar.

Partía el alma ver a aquella anciana señora cargando la pesada jaba que se le permitía llevar a su hijo una vez al mes, avanzar bajo el sol, la lluvia o el gélido amanecer de la zona más fría del municipio Colón. Yo no estuve ajeno a aquella situación, por lo que desde el mismo momento de conocerle me puse a entera disposición de quien por suerte procedía del mismo barrio donde viviéramos en la Habana, razón por la que no fueron pocas las veces que mi madre le acompañara en los azarosos viajes que tuvo que realizar a lo largo de aquellos dos intensos años de castigo de su único hijo.

A este me unió una estrecha amistad, la que se extendiera al reencontrarnos ya en la vida civil. Siempre que tenía oportunidad visitaba su casa para saludar a su madre y compartir con ellos alguna que otra comida. Mi madre hasta el fin de los días de aquella adorable anciana siempre estuvo pendiente de ella.

A mediados del año noventa y seis, después de un tiempo sin vernos, debido a que estuve fuera de la capital varios años, nos volvimos a ver mi amigo y yo en La Plaza de la Catedral. Aquel fue un grato reencuentro y a la vez algo triste, al conocer que tanto su madre como la mía ya no estaban físicamente entre nosotros. Después de ponernos al día en cuanto a los acontecimientos vividos por ambas partes, nos sentamos bajo el portal exterior del restaurante El Patio, surgiendo de nuestra conversación la posibilidad de hacer algo en conjunto que nos reportara beneficios económicos para ambos.

Quedamos para el siguiente día, ocasión en la que puse en sus manos una considerable cantidad de artículos de alta demanda que podían ser fácilmente convertidos en efectivo y que una vez concluida la venta, dividiríamos a partes iguales. Ese momento nunca llegó, quien hasta entonces fuera alguien de mi total confianza, desaparecía sin tener ni la más mínima razón de su situación o paradero, solo pasados más de siete días pude encontrarle saliendo de su edificio, hecho que le tomara de sorpresa y ante mi reclamo me mostrara un acta que supuestamente le habían entregado en una unidad de policía donde le habían conducido para decomisarle todos los objetos que yo le había entregado.

No le creí en lo absoluto, aquella justificación era burda e irrespetuosa, el papel de decomiso que me mostrara era más falso que una moneda de siete pesos cubanos. Con su actitud echaba por tierra nuestra amistad, su dignidad, mi respeto hacia él y lo que siempre representara. Por aquel tiempo mantenía yo una relación con una oficial del Ministerio del Interior, jefa de un departamento al que no le era nada difícil verificar el acta que conservé como prueba de la ingrata actitud de quien hasta ese momento había considerado mi amigo.

No puedo negar que en un primer momento la actitud de aquel desagradecido me dolió y afectó profundamente, logrando generar dentro de mí una ira irrefrenable. Solo el afecto y el cariño que sintiera hacia aquella bondadosa anciana que tuviera por madre, lograron aplacar la cólera que me hacía renegar de él. Sin embargo aquella dolorosa experiencia no logró cambiar en absoluto mi fe en los seres humanos, no podía juzgar por un malagradecido a cuanta persona conociese, lo que hizo reafirmarme en mi actitud de confiar en quien bien lo mereciera y retirar esa confianza a quien de mala fe optase por la traición.

En la actitud de aquel hombre pude descubrir que confluían el cinismo, la soberbia, la arrogancia, la deshonestidad, la hipocresía y la doble moral, a la vez que generaba en mi el sentimiento de humillación, necedad, desengaño y desconfianza y sin saberlo me enseñaba a distinguir entre la mediocridad y la excelencia como a distinguir la diferencia entre igualdad y justicia.

Increíble resultará, pero es tal y como lo describo, aquel ingrato llegó a inculcarme que teniendo fe y pidiendo todos los días a Dios, podía lograr cuanto me propusiera, en eso si le hice mucho caso a mi Judas particular, antes y después de su traición. Poco tiempo después dejaba atrás con mucho dolor, pero total resolución, mi querida isla, mi familia, mis amigos, todo lo que representara algo importante en mi vida.

Después de los años transcurridos de peregrinaje por otras tierras, han sido varias las experiencias vividas, en las que he conocido personas ingratas que me han enseñado la necesidad de hacerme más fuerte y a la vez mejor persona. A no desistir en el esfuerzo por creer en las buenas acciones y profesar gratitud sin esperar recompensa. Y lo más importante, que siempre alguien habrá que valore el conocimiento, el esfuerzo y la constancia, brindándome la oportunidad de mantenerme alejado de la mediocridad.


 
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