La maldición del Congo - El Rincon Cubano

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La maldición del Congo

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No te arriesgues incomodando al Congo.
La maldición del negro Jacinto.
Por Oniel Moisés Uriarte.

Anoche, tal vez por el cansancio de un largo día, en el que estuve viajando por pueblos cercanos de la capital, cuando ya ha comenzado a arreciar el frio del invierno entrante, sentado en el sofá de la sala de mi casa en Madrid, caí en un dulce embeleso, recordando el sabor tan especial del campo cubano y pensaba que no hay nada más reconfortante, como caminar en solitario por la sabana, escuchando el incansable cantar de los pájaros silvestres, o nadar en el río, donde las aguas mansas y frescas siempre invitan al chapuzón.

Justo en ese punto, me sorprendió el salto en el tiempo que dieron mis recuerdos, en mi ensoñación del campo cubano viniéndome a la mente Hermenegildo, un antiguo compañero de los años en el ejército, que a una hora exacta de la tarde, se perdía entre matorrales camino al cercano río, y siempre volvía transcurrida una hora, con un rostro feliz y desbordante de satisfacción, pero un día, regresó antes de la hora, sangrando por la nariz, venía muy desencajado, sudoroso y asustado, no quiso decir lo que le había sucedido. Desde aquel día nunca más hizo su viaje al río, se le veía muy callado y preocupado, hasta que ante tanta insistencia me confesó lo que le sucedía.

Coincidiendo con aquel ultimo día que estuvo cerca del río, apenas sentía fuerzas para orinar, sucedía que cuando quería hacerlo, prácticamente se orinaba en los pantalones, preocupado le pregunté a que creía se debía eso y me respondió que a una maldición de Jacinto un negro Congo del batey cercano a nuestra unidad. Me eché a reír mientras Hermenegildo muy serio me aseguraba que así era y a continuación explicó lo sucedido con lujos de detalles.

Su supuesta costumbre de ir a bañarse al río, no era tal, siempre a esa hora se ocultaba entre los matorrales y esperaba que llegara una negrita muy linda que vivía en el batey, ella acostumbraba desde hacía mucho tiempo, realizar en el río, su aseo personal como dios la trajo al mundo, y de verdad que para aquel tiempo ya Dios la había dotado de muchos encantos, sucediendo que ese día Hermenegildo se puso fatal ya que no imaginaba que lo estaban esperando para romper sus costumbres, la nariz y sus fuerzas para mear.

Cuando ya se había acomodado y comenzaba en su lujuria, deleitándose con aquella figura de ébano, sintió una mano negra, vieja y muy tosca apretar su hombro derecho, que le hizo girar en redondo encontrándose un puño que venía con malas intenciones hacia su nariz, nada pudo hacer, ni quejarse tan siquiera, llevándose las manos a la sangrante nariz, dejo al descubierto sus encantos, a los que el negro Jacinto, viejo africano que vivió toda su vida en aquel batey y que a mí me evocaba la figura de Oggún guerrero, señalando sus partes con el garabato que le servía de bastón, le dijo con palabras, medio en su lengua y medio en la nuestra, <con esta piltrafa no te van a quedar deseos de hacerle más cochinadas a ninguna mujer y menos a mi nieta, cacho é cabrón, ni pá mear te va a servir>

Y así fue, casi transcurrieron tres meses de agonía para Hermenegildo, no había forma que pudiera orinar como cualquier humano y hombre por demás, siempre se mojaba los pantalones. Recordaba yo, que por esas fechas, en plena zafra, un día, justo al rayar el mediodía le vi acercarse silencioso, cabizbajo y muy cauteloso a la antigua balanza, donde acostumbraba dormitar sentado el viejo Jacinto, sin saber lo que le dijo, ni lo que le respondiera el anciano, porque nunca me lo quiso decir, si puedo asegurar que fue testigo del grito de alegría que dio Hermenegildo esa misma noche cerca de las doce de la noche, cuando detrás de la mata de mango al fondo de nuestro albergue, solo se veía un elevado y potente chorro de orina, después que según él, Jacinto rompiera con aquella maldición de negro Congo que le había echado, a cambio de no sé qué promesa por su parte.

No puedo asegurar si aquello era o no, fruto de la sugestión de mi compañero de armas, pero fuera cierto o no, tenía un toque místico que hacía pensar y sobre todo evitar. Si porque estoy seguro que conociéndose el caso, no se le hubiera ocurrido a ningún otro de los guardias con los que compartíamos unidad militar, meterse en semejante lío con el viejo Jacinto.

Los hechos, hechos son, y como entre los cubanos sabemos muy bien, que el que no corre, vuela, no pongo en cuestión, la conclusión que de este hecho, haga cada uno de nosotros, lo que si considero destacable es su solución final, casualidad o no lo, cierto es que como lección nos sirvió a todos, a la vez que se sumaba así, una leyenda más, a lo que el pueblo siempre ha considerado una línea roja, que no se debe traspasar sin afrontar consecuencias personales, cuando se trata de afrentas a un practicante de la llamada brujería llamada de congos y paleros en Cuba.

 
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