La Habana de Ernesto VIII - El Rincon Cubano

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La Habana de Ernesto VIII

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Una ciudad que nunca me fue ajena.
La Habana que viví en otra piel. Ernesto con Celia Cruz.(Parte VIII)
Por Oniel Moisés Uriarte.

Cuando casi amanecía, aquella fresca mañana del mes de Septiembre de 1957, Ernesto Balaguer, detuvo su auto en la amplia calzada del Malecón Habanero, unos metros antes de la entrada del Túnel a Miramar.

Más de dos horas rodó con su coche sobre las calles de la Habana, al regresar del aeropuerto de Rancho Boyeros, donde cerca de las cinco de la mañana despedía a María Elena, con quien en algún momento de su vida pensó casarse y formar un hogar, sin contar que la familia de ella nunca aceptó aquella relación, haciendo todo lo que a su alcance estuviera para impedir que la boda se materializara. Y aquel viaje formaba parte de la estrategia de su padre. Ernesto no sabía, como tampoco lo tenía ella muy claro, si el regreso sería de inmediato, si se alargaría o sería definitivo, todo dependía del trabajo que le habían propuesto a su padre en una importante compañía americana y en el que le acompañaba toda la familia.

Habían estado en el Hotel Sevilla desde muy temprano la noche anterior, donde cenaron y luego fueron al bar a beber una copa, intentando alargar el tiempo antes de la partida de ella hacia Nueva York, para más tarde ir al Casino español donde actuaba La Sonora Matancera con Celia Cruz, cantante favorita de ambos, desde que años antes, cuando se conocieran en una de sus presentaciones en Radio Progreso, le escucharan a Celia cantar uno de los boleros más bellos cantados en su voz.

Ernesto había conocido personalmente a Celia en 1954, cuando estaba de novia con su amigo Alfredo León, reconocido bajista de la época, hijo de Bienvenido León, integrante del popular Septeto Nacional. Había regresado de Colombia con la Sonora Matancera, donde su canción Burundanga, había sido todo un éxito y por entonces estrenara la modesta casa que comprara para su familia en la barriada de Lawton. Pero ya desde muchos años antes la había visto por primera vez, en el numero 1115, de la calle 25, entre 6 y 8 en El Vedado, donde se ubicaba Radio Cadena Suaritos, emisora donde se hizo popular por sus cantos rituales yorubas y lucumíes, programa dirigido, durante doce años, por el talentoso músico Obdulio Morales Ríos, quien fuera el creador del Coro Folklórico de Cuba y en el que se iniciaran cantantes de la talla de Mercedita Valdés o Xiomara Alfaro.

Siempre que la Sonora Matancera se presentaba en La Habana, Ernesto intentaba asistir a sus bailables, la música de aquella popularísima orquesta cubana, sonaba en todas las victrolas de bares y cantinas de la isla y eran las elegidas por él, para acompañar sus ratos de ocio cuando bebía alguna cerveza o un ron en strike, que tanto gustaba compartir con sus amigos. Por eso, aquella madrugada, cuando subido al automóvil de regreso al centro de la capital, solo, sin su amada, para aliviar su pena, prefería escuchar las alegres guarachas y sones de la orquesta que a lo largo de la avenida de Rancho Boyeros, una tras otra, la radio le transmitía como un bálsamo hecho música.

Ya dentro de la ciudad, sin proponerse un rumbo fijo, se detuvo en una cafetería que ya abría sus puertas en la calle Zapata y después de un ligero desayuno continuo su viaje hasta la calle 12, donde estacionó muy cerca de la amplia entrada al cementerio de Colón, quedando en silencio unos instantes con la vista perdida entre la reja de hierro, como intentando escuchar el consuelo de todos los seres queridos que descansaban en aquel lugar, así estuvo un rato recostado a la puerta del automóvil y fumando un cigarrillo en espaciadas bocanadas de humo. Cuando continúo la marcha atravesó la calle 23 bajando por la calle 12, buscando la avenida del Malecón.

Aquel amanecer, al quedarse solo, sorprendía a Ernesto sentado sobre el muro del malecón, mirando cómo se escondía la luna y los primeros claros plateaban las tranquilas aguas a la entrada de la bahía, mientras iba recordando y tarareando las estrofas de aquel bolero que venía muy a tono al momento que vivía, sus ojos se iban humedeciendo por las lagrimas contenidas, mientras de sus labios, en susurro, escapaba la melodía que en su mente se revolvía, <quiero escaparme con la vieja luna, en el momento en que la noche muere, cuando se asoma la sonrisa ancha, en la mañana de mi adversidad>

Y así, siempre mirando al mar, viendo como la luna desaparecía en el claro cielo, caminaba en su imaginación, del brazo de Celia Cruz, sin querer perder ni una sola nota del bolero “Vieja luna” que ella le cantaba, como alivio necesario en tan importante momento de su vida.

 
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