La Habana de Ernesto VII - El Rincon Cubano

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La Habana de Ernesto VII

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Una ciudad que nunca me fue ajena.
La Habana que viví en otra piel. Ernesto y Bola de Nieve. (Parte 7)
Por Oniel Moisés Uriarte.

La primera vez que Ernesto Balaguer viera una actuación en directo de Bola de Nieve, fue dos años antes de 1957, en la cadena de radio cubana CMQ, donde este hacia "El gran show de Bola de Nieve", programa en el cual cantaba acompañado por una orquesta e invitaba a artistas nacionales e internacionales de renombre. Al escucharle quedó prendado de su música y su personalidad.

Esta fue la razón que varias veces le llevara a buscarle en su Guanabacoa natal, hasta que en la madrugada de un diecisiete de diciembre, le encontrara en una casona, en la que se velaban a San Lázaro, compartiendo con familiares y amigos, cantos religiosos y donde no faltó por su puesto sus canciones negras. Bola de Nieve, al igual que su madre Doña Inés, tenía un gusto especial por el teatro, la música culta, la música de cámara, los clásicos del piano, pero por sus venas corría la sangre de sus ancestros negros y de su propio padre, quien practicaba la religión del palo monte, por lo que muchas de sus magistrales interpretaciones deben su gloria a esa gran influencia africana. Sin dudas eran estas las razones por la que Ernesto se identificara con aquel gran artista cubano que desde aquella vez, nunca más había tenido ocasión de verle.

Hasta que una noche, casi a finales del año 57, acudiera, a la mansión ubicada en el 504 de la calle 16 y Quinta avenida, de Miramar, donde la familia Blanco Herrera presentaba en sociedad a la joven Deisy, ahijada de Don Ramón, a quien este educara como su propia hija y para tan señalada ocasión tendrían en su fiesta a un invitado muy especial, quien con su presencia sin lugar a dudas haría de aquella velada una ocasión inolvidable, esa noche estaría con ellos, Bola de Nieve, quien en ese año 57, había realizado una extensa gira artística, visitando Niza, Roma, Venecia y Milán, finalizando en Dinamarca y pocos días hacía que había regresado a la Isla.

Ernesto Balaguer acompañaría a esta fiesta a María Elena, su novia, amiga intima de la homenajeada y para la ocasión se vistió con sus mejores galas, todo de un blanco inmaculado, con frac, pajarita, chaleco y camisa. Llegó a la mansión de los Blanco-Herrera cerca de las diez y treinta de la noche, entregó las llaves de su Chevrolet al encargado de estacionar los coches y se reunió con María Elena que le esperaba a la entrada, bajo el iluminado y amplio portal. Ella vestía de rosa cubriendo los hombros con un delicado chal de encaje a juego con el tocado de su cabeza. Definitivamente estaba verdaderamente hermosa aquella noche, que ya desde el recibimiento, parecía ser muy especial.

En la primera hora en el salón a la izquierda de la gran sala de la casona, custodiados por tres esculturas en mármol blanco, se reunieron los invitados para compartir copas y canapés, para más tarde pasar al amplio salón donde bajo un gran espejo y muy cerca de la escalera que comunicaba la casa con el piso superior, se ubicaba un reluciente piano blanco de cola que engalanaba el recinto.

Ernesto y María Elena conversaban con Carlos Raúl, el prometido de Deisy, con quien este había entablado una gran amistad desde muchos años antes, cuando estudiaban en el mismo instituto. Muy animada era la conversación, cuando de pronto se hizo un silencio total en la sala y desde la puerta a la izquierda del espejo entró aquel hombre muy negro, de baja estatura, regordete, de ojos saltones y boca de dientes grandes y muy blancos, que iluminaban su rostro con la sonrisa que regalaba a manera de agradecimiento por los aplausos que recibía de los asistentes. Apareció nerviosamente, como si no fuera la indiscutible estrella de la noche. Estaba vestido impecablemente con un traje azul oscuro, una corbata a rayas rojas, un pañuelo de seda que le hacía juego con la corbata y una gran timidez.

Allí estaba, sencillo, cercano y familiar para compartir su arte. En primera fila, en cómodo asiento estaba Don Ramón Blanco, a quien Bola su amigo, se acercó para saludar con un abrazo. Y así comenzó la mágica noche. Bola cantó mucho esa noche, sus grandes canciones. Mesié Julián, Chivo que rompe tambó, No puedo ser feliz, Mama Inés y Si me pudieras querer. Ernesto quería pensar que aquella noche, Bola, había cantado mejor que nunca.

Pero donde la noche cobró su magia total, fue cuando Bola interpretara, Vete de mí, un Bola volcado sobre el piano, sin timidez, con pleno dominio de las teclas y convertido en pura energía, lleno de vigor, hecho toda combustión y a punto de estallar en frenesí. Fue una sensación física muy extraña para Ernesto, como de sentimientos misteriosos se trataran.

Ernesto, el hombre duro, el macho criollo, quien gozara del indiscutible prestigio de ser insensible al dolor, no pudo ocultar, como sus ojos se llenaban de lágrimas, hasta que una, de forma atrevida, corriera por el inmaculado blanco de su camisa y ya despejada su visión, descubría que su mano entrelazada a la de María Elena, subía hasta la suave mejilla de ella para secar con el dorso una lagrima. La letra de aquella canción encerraba el sentimiento más puro que Ernesto y María Elena pudieran profesarse, aquel amor que le hizo a Ernesto plantearse otra forma de vida y entrega a una única mujer, ella, correspondiendo a su entrega, había tomado lo que consideraba la mejor decisión de su vida, amarle de forma incondicional.

Con aquella canción, Bola terminaba su actuación, que más que una actuación era una declaración autentica de sentimientos. Tomados de la mano, salieron al jardín lateral de la casa para respirar el aire puro que la noche les ofrecía. Una noche mágica, única, irrepetible que solo podían vivir una vez en sus vidas y quedaría registrada para siempre en sus memorias.

 
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