La Habana de Ernesto VI - El Rincon Cubano

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La Habana de Ernesto VI

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Una ciudad que nunca me fue ajena.
La Habana que viví en otra piel. Con Embale y Celeste. (Parte VI)
Por Oniel Moisés Uriarte.

Aquel domingo habanero del mes de mayo del año 57, cuando ya pasaba del mediodía, las mujeres, con niños y niñas de la mano, salían de misa de doce y de regreso a sus casas ocupaban totalmente las aceras de la calle Zanja, que a esa hora del día, tenía bastante tráfico.

Ernesto Balaguer, había estacionado su recién estrenado Chevrolet del 57, en la calle Marqués González, para encaminarse bajo la intensa luz del radiante sol, al solar ubicado en el número 668 de la calle Zanja, lugar donde cada domingo visitara a su madrina Guillermina. Sin embargo ese era un día muy especial, porque aun siendo habitual los toques de cajón que se realizaban en el patio central del inmueble, esa ocasión era sin lugar a dudas una oportunidad única, podría disfrutar de cerca de dos grandes rumberos de la época, Celeste Mendoza y Carlos Embale.

Por Celeste, Ernesto “El Bala” había sentido siempre una fascinación especial, aquella mulata total con cuerpo de sirena, labios gruesos, ojos salientes, cuello alto, caderas anchas, sonrisa que cautivaba y una carcajada estrepitosa y ardiente, que el solo hecho de escucharle cantar los guaguancó como lo hacía, le ponía los pelos de punta. Era la mujer hecha guaguancó. Carlos Embale, el mulato pequeño, fornido, de ojos achinados con una voz envidiable, era junto a Benny, uno de los ídolos de Ernesto, quien gustaba escucharle interpretando el Yambú, la Columbía, el guaguancó y cuanto de su privilegiada garganta saliera. Por eso aquel domingo lo consideraba especial, iba al reencuentro con dos voces únicas en el mundo que él se movía en La Habana de entonces.

El solar era un hervidero de niños correteando por el patio, de mujeres apurando el secado de las sabanas tendidas al sol para dejar espacio a los rumberos que ya iban llegando. En los lavaderos, al final del patio, bien cerrados los grifos, para que ni el goteo, pudiera confundir el sonido de los tambores que ya afinaban los cueros. Las radios se apagaban para no molestar el canto que pronto daría comienzo, todos sin excepción vestían sus mejores galas para la ocasión. Los hombres con sombreros de pajilla, guayaberas o trajes de lino, pantalones anchos terminados en dobladillos hacia afuera y zapatos de dos tonos. Las mujeres, con el pelo recogido en vistosos moños, lucían vestidos ceñidos a la cintura, con hombros descubiertos, y calzando zapatos de tacones bajos. Todos buscaban el mejor lugar, para escuchar y si necesario fuera, salir al centro a echar su pasillito.

Ernesto entró saludando, uno por uno a los vecinos con quienes se cruzaba camino del cuarto de su madrina, los chiquillos se arremolinaban en torno a él, pidiéndole monedas. Le acariciaba la cabeza a cada uno, mientras ponía en sus manos los caramelos, que para la ocasión, siempre guardaba. Entró a la pequeña habitación, donde en un sillón de madera de caoba, encontró a Guille, su venerada madrina, por quien sentía un amor especial, y luego de la bendición que le pedía y esta le concediera, ella tirara de su brazo para que se acercara y poder besarle en la mejilla. Poniéndose de pie entonces le acompañó al patio donde ocuparía su lugar para disfrutar, junto a su querido ahijado, del rumbón que sonaría en su solar de toda la vida.

La voz de Embale, a los primeros compases arrancados a los tambores, cajones y campanas, anunciaba muy cerca de las 2 de la tarde, con una diana bien afinada y en armonía con el ambiente que reinaba en el solar, que daba comienzo a la rumba de cajón que desde hacía un tiempo Ernesto prometiera a sus santos y que ya se hacía realidad: <aeeee, yo quisiera haber nacido cuando nació Micaela, para alardear de esa escuela que bien me la he merecido, dulcificando el sonido como él del habanero, subiendo notas y cueros quien ha nacido rumberooo…vamó a vér> así trinaba la voz de Embale que dio paso al coro que decía <ala la lalala, ala lalalala, que bueno, que bueno aeeee, ave María morena, avé Maria morena.> cuando rompió otra diana, pero esta vez, en voz de la mujer guaguancó, entonando en su canto un: <ananananania, ananananania, está es la última rumba que yo canto en tu morada, óyelo bien encargada, es una voz que retumba, esta es la ultima rumba que yo canto en tu morada> y de su cantar brotaba, el contoneo suave, casi lascivo, de su cuerpo al ritmo de la clave y el tambor.

Con las primeras notas musicales, Ernesto elevó la vista hacía el segundo piso del viejo solar, para encontrarse con los ojos negros más bellos que en la tierra pudiera descubrir, era los de María Elena, quien surgía levantando la cortina que intentaba hacer más discreto el interior del cuarto de su abuela, quien también habitaba desde hacía muchos aquel lugar. Se quedó paralizado, como si todo a su alrededor se hubiera detenido, hasta la música, recordando entonces la primera vez que le viera en aquella misma actitud, vestida con su uniforme de colegiala cuando apenas era una chiquilla.

Salió a su encuentro, esperándole al pie de la escalera para tomarle de la mano y avanzar al centro del patio, al ritmo del yambú que interpretaba el grupo musical, ella con un vestido bien entallado, pero que no le impedía realizar los sensuales movimientos que respondían al ritmo y él con un pañuelo rojo en su mano derecha que iba deslizando por todo el cuerpo como si con pretendiera limpiarse de toda impureza.

Uno tras otros fueron los cantos que se sucedieron, no faltando ningún orisha por mencionar y a quien rendirle tributo. Ernesto se sentía pleno en aquel ambiente que para él era natural, necesario, su espacio vital, máxime cuando dos grandes como aquellos, Celeste y Embale le hacían el honor de cantar para cumplimiento de su promesa. A ella, en agradecimiento por tan noble el gesto, puso en su cuello una cadena de oro con la virgen de Regla, santo que coronara su cabeza y a él, en su mano derecha, una pulsera de eslabones remachados y con su nombre inscrito en la lamina de oro superior, ambas piezas elaboradas con sus propias manos, en el taller de joyería del que fuera dueño.

Así quedaba en su memoria aquel día, una fecha que no podría olvidar nunca por el significado y el privilegio de la experiencia vivida. Cuando ya la noche dejaba en tinieblas el amplio patio del solar y las luces incandescentes comenzaban a encenderse y el ambiente festivo estaba en su cenit, la alegría de aquellos hombres y mujeres se dejaban ver en sus rostros, por eso se abrazaban y besaban como queriendo compartir sus alegrías.


 
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