La Habana de Ernesto V - El Rincon Cubano

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La Habana de Ernesto V

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Una ciudad que nunca me fue ajena.
La Habana que viví en otra piel. Ernesto y Vicentico Valdés (Parte V)
Por Oniel Moises Uriarte.

La vida de Ernesto Balaguer en la Habana del año cincuenta y siete transcurría entre mujeres y boleros, aún siendo un hombre arraigado a las costumbres de la época y entorno que le tocó vivir, donde se imponía la fuerza bruta y el machismo de sobrada prepotencia, al menos él, tenía la capacidad de saber diferenciar en qué momento podía entregarse a lo que verdaderamente le proporcionaba un inmenso placer, la música, pero en especial el bolero que en su letra iba describiendo situaciones como las que muchas veces le tocaba de cerca experimentar.

El haber nacido en el barrio de Belén en La Habana y crecer entre bandas callejeras, alcohol y mujeres de la vida, le habían curtido desde muy joven. Sus finas facciones, un cuerpo vigoroso y buen gusto para vestir, además del férreo carácter y su parquedad al hablar, le habían granjeado una muy buena aceptación entre las féminas y despertado la rivalidad de muchos hombres.

Cuando conoció a María Elena, cierto que su vida cambió, pero la férrea oposición de la familia ocasionó la separación física al poner tierra de por medio a la relación llevándola a Nueva York. Fueron momentos muy difíciles para Ernesto que donde único encontraba refugio era en la cantina, bebiendo con algún amigo y escuchando aquellos bolerones que le hacían más llevadero su dolor. En los primeros momentos de la separación, cuando no tenía comunicación con ella y no sabía a qué atenerse, empezó a sentir una rabia que le corroía por dentro, por eso en la victrola del bar al que noche tras noche acudía, ponía una y otra vez el bolero cantado por Vicentico Valdés. Camino del Puente.

En un banco vacio del parque Trillo, sentado frente al Cine Nora, por la calle San Rafael, Ernesto Balaguer fumaba un cigarro, descansando bajo la sombra que le brindaba un frondoso árbol. La tarde habanera del mes de mayo entremezclaba su bochorno casi insoportable con una brisa por momentos refrescante. Por la calle Hospital, un grupo bullicioso de muchachos rodaban sus carriolas, confundiéndose en sus gritos con la áspera voz de un vendedor de frutas que desde el puesto en el parque pregonaba su mercancía.

El barrio de Cayo Huesos de aquel año 57 poco había cambiado desde que lo conocía. En sus treinta y seis años recién cumplidos muchas veces Ernesto había recorrido sus calles y lo conocía calle por calle. Eran incontables las veces que en uno de sus paseos predilectos, había pasado frente a la casa donde naciera Vicentico Valdés, en la calle Vapor entre Horno y Hospital. En Aramburu y San Rafael desde muy joven encontró refugio en el solar donde vivía la tía abuela Caruca, allí había pasado muchas horas compartiendo rumba y toques de santo. En la esquina con Neptuno, la calle Aramburu ostentaba uno de los bares más concurridos de la zona, donde gustaba ir en las noches a escuchar los discos que su victrola atesoraba, compartiendo su tiempo con alguna bella joven del barrio.

Con un pañuelo de hilo secaba el sudor que corría por el pecho descubierto y que mostraba la gruesa cadena de oro y el medallón grabado con la estampa de Santa Barbará Bendita. Al paso de un coche frente a él, escuchó en la radio un bolero que desde hacía un tiempo se difundía en Cuba era una grabación de Vicentico Valdés en la Habana con La Sonora Matancera.

Motivado por aquella música Ernesto puso rumbo al bar donde al llegar fue directo a la victrola para colocar la canción de moda. “Los Aretes de la luna”.

Para Ernesto, escuchar a Vicentico Valdés, era retornar en la memoria a los años en que de la mano de María Elena caminaba La Habana, una Habana inundada de bares y cantinas, de incesante sonar de victrolas, de humo del cigarro en el cenicero nublando el ambiente, del característico y único sonido del golpe de las neveras al abrir y cerrar sus puertas, del ruido de la chapas de botellas de cervezas al destaparlas, del agradable olor de su espuma fresca, del sonido de los dados del cubilete al rodar sobre la pulida barra del bar o del rugido de motores de los autos de la época. Escuchar los boleros que cantó y dejó en su voz Vicentico Valdés era para Ernesto vivir La Habana multicolor, de hombres elegantemente vestidos con trajes de dril y zapatos de dos tonos, de mujeres destacando sus figuras con vestidos bien ajustados y peinados cuidadosos.

Las canciones que cantara Vicentico eran mensajes, que sin hablar, los enamorados con solo mirar transmitían a la mujer que amaban u odiaban, en su voz las palabras necesarias estaban siempre a mano, no hacía falta decir, solo escuchar y todo estaba dicho, solo mencionar sus títulos las convirtieron en las útiles herramientas para expresar dolor, amor, desengaños, necesidad y deseos.

Por suerte para Ernesto, María Elena regresó a Cuba a mediados del año cincuenta y ocho, para ello, rompiendo los lazos que le ataban a su familia, quienes pretendieron en algún momento que aquella separación fuera definitiva. Su decisión aunque mal vista tuvo que ser aceptada, lo que propicio el reencuentro con la persona que amaba y sabía la esperaba en la Habana.

Durante el tiempo de su ausencia, para un hombre como Ernesto, quien desarrollaba su vida en un ambiente muchas veces hostil, dado los preceptos conservadores y machistas del propio medio, tuvo que entablar una dura lucha consigo mismo para no caer en la tentación de cambiar el rumbo a los acontecimientos, entregándose nuevamente a los placeres de la carne y el alcohol. Con paciencia y resignación espero, llegado el momento del reencuentro se sentía con ánimos y fuerza para emprender la nueva vida que se había planteado más de una vez con María Elena y así se lo hizo saber. El tiempo que ella pasara fuera de Cuba había transcurrido muy lentamente, causando mayor dolor para ambos, solo el retorno puso fin al sufrimiento de la separación impuesta.


 
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