La Habana de Ernesto IV - El Rincon Cubano

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La Habana de Ernesto IV

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Una ciudad que nunca me fue ajena.
La Habana que viví en otra piel. Ernesto y Benny Moré. (Parte IV)
Por Oniel Moisés Uriarte.

La noche había avanzado, cuando Ernesto Balaguer detuvo su Chevrolet del 56, detrás de un pequeño deportivo negro descapotable, estacionado en la puerta del número 8613 de la avenida 243 del reparto La Cumbre, muy cerca del Caballo Blanco, en San Miguel del Padrón y mientras bajaba del auto se preguntaba, qué era lo que había motivado a Beny Moré, escoger aquel lugar para asentar lo que llamaba, el conuco.
Tocó la puerta de cristal con el anillo de su mano derecha y desde dentro, una voz de mujer le respondió, a la vez que abría y le saludaba amablemente, era Eraida la esposa del gran músico, cargando en sus brazos al más pequeño de sus hijos. Le indicó que podía encontrarle en el Cubana Club, a donde acudía cada noche y hacia allí se dirigió Ernesto, quería conocer personalmente al mito, al ídolo, aquel del que tanto se hablaba en toda Cuba y al que muchos le decían que tenía un gran parecido físico.

Al llegar, tuvo que abrirse paso entre la muchedumbre, que se arremolinaba en torno de aquel mulato flaco, alto y desgarbado, vestido con un ancho traje blanco, zapatos de dos tonos, sombrero tejano y bastón en mano, que cantaba a dúo con su propia voz salida de la victrola de aquel bar habanero. Mirándole fijamente, como no queriendo perder ni el más mínimo detalle del inusual espectáculo, espero hasta el final del bolero que cantaba Beny. Avanzó entonces   hacia él y estando ya de frente, le tendió la mano, mientras los ojos negros del cantante se clavaban en los suyos y a la vez tendía también su áspera y enorme mano derecha. En aquel instante Ernesto pudo comprobar, que ciertamente existía un cierto parecido físico entre ambos. Pocas palabras bastaron, para explicarle la razón de su presencia en aquel lugar, lo que el Beny entendió de inmediato.

Muy tarde en la noche salió del Cubana Club rumbo al Vedado donde se encontraría con María Elena, estaba muy emocionado y quería compartir con ella su estado de ánimo y sorprenderle con la invitación que el Beny le hiciera para ir esa noche al Alí Bar, donde actuaba muy entrada la madrugada. En el Ali Bar Benny se sentía muy a gusto, cuando llegaba. Aquella noche en el escenario sonaba la orquesta Antillana de Moisés Alfonso, amenizando la primera parte del show que comenzaba desde las 12.30 el primero y el segundo a las 3.30 pm, hora en la Benny debía empezar su actuación y apareció cerca de las cuatro de la madrugada y muy entonado. En cuánto Columbié, pianista de la orquesta, le vio, hizo una seña a Generoso Jiménez y comenzó a tocar las notas de un son montuno que recientemente grabara el Benny, mientras este se dirigía al lavabo para echarse agua en la cara y subir de inmediato al escenario. La incomodidad del exigente público del Ali Bar en cuanto salieron las primeras notas de su boca desapareció y el ambiente se tornó en verdadero delirio.

Ernesto estaba viviendo todo aquello como un sueño, no podía creer lo que sus ojos veían. Benny apareció por la parte izquierda del escenario ataviado con su ancho traje, el inseparable sombrero alón y entre las manos el bastón que siempre llevaba con él. Avanzó hacia el centro, marcando el paso con la cadencia del son que interpretaba la orquesta. De espalda al público con las piernas flexionadas, con la ayuda del bastón que entre sus dos manos sostenía, en la medida que este iba subiendo, aumentaba la intensidad del ritmo de aquella cuerda compuesta por saxofones, trombón y trompetas. Se colocó de perfil marcando el ritmo esta vez con movimientos de la cintura y el bastón que subía y bajaba, de pronto se volvió hacia el público y alzando los brazos sosteniendo el bastón con la mano derecha, emitió un aullido musical, para continuar moviéndose al ritmo de aquel sabroso son montuno. Cuando empezó a cantar entonó una larga nota que parecía no tener fin. Otra vez volvía a ser intenso el ritmo y esta vez nuevamente de frente a su banda iba indicándoles a cada uno de los instrumentistas que se fueran levantando, lo que originaba la locura dentro del recinto y para terminar el número lo hacía con un coro repetido muchas veces, el que acompañaban todos los presentes en aquella sala, mientras el Benny iba marcando una vez más el ritmo pero esta vez con movimientos que semejaban que empinaba una cometa, para luego volverse una vez más de frente a la orquesta e indicar con el movimientos muy suaves de sus brazos y manos, que había que atenuar el ritmo hasta casi el silencio para cerrar con un final de fanfarrias, muy acoplado todos los metales.

Lo que Ernesto y María Elena vivieron esa noche, fue algo inolvidable. Una gran fuerza interna, movía incansablemente a aquel hombre frente a la orquesta, llevando el compás de la música con movimientos acompasados, emitiendo sonidos con la boca y haciendo constantes gestos con su cuerpo para indicar cambios de ritmos, para de pronto volverse hacía el público y frente al micrófono desgranar como nadie las notas de un sabroso son cubano.

Las luces del Club bajaron la intensidad, Benny dejó el bastón y el sombrero sobre el piano y volvió al centro del escenario cuando ya sonaban las notas de unos de los boleros más emblemáticos de este inmenso cantante cubano. “Mi amor fugaz”. Fue una noche que Ernesto Balaguer, Ernesto El Bala, nunca más pudo olvidar.

Pasados unos años, el 19 de febrero de 1963 Ernesto había estado desde muy temprano en la tarde a las puertas del hospital de Emergencias, donde se concentraban hombres y mujeres compartiendo el dolor por aquel que en una de sus salas, se iba apagando lentamente. Cuando definitivamente pasadas las nueve y quince de la noche supieron la noticia, salió caminando, sin destino fijo, cabizbajo, las manos en los bolsillos y los ojos anegados en lágrimas, no quería que le vieran llorar. Al andar, las lágrimas rodaban por sus mejillas y sin apenas levantar la cabeza caminó por Carlos III hasta la calle Hospital donde giró a buscar la calle Zanja. En Jesús Peregrino vio un grupo de personas reunidas en total silencio. En la misma esquina de Zanja el bar estaba desierto, solo en cantinero tras la barra con un paño abrillantaba los vasos y copas que iba colocando sobre la barra de madera.

A lo largo de su recorrido no se escuchaban ruidos, las calles estaban sumidas en total silencio, pocos autos y a la gente se les veía en sus rostros el dolor o la sorpresa por la noticia. Al pasar por el cabaret Nacional leyó el cartel de suspendida la función de esta noche. Por la calle Lamparilla se adentró en lo más profundo de la vieja Habana hasta llegar a la Lonja del Comercio y entrar en el café El Mercurio. Se sentó en una mesa al fondo del salón y pidió su ya acostumbrado Hig ball a la roca, el mismo que bebía siempre en aquel lugar que tanto frecuentaba. Inmerso en su silencio pensaba una y otra vez en el Benny, en su música, le veía en movimiento y no podía asimilar la tragedia que significaba su muerte.

Recordaba cuando le conoció, de su sencillez, su amabilidad y trato familiar. De cuando estrechó su mano y sintió sinceridad en el hombre que le miraba a los ojos sin altanería ni prepotencia. Sintió que estaba en presencia de un gigante con alma de niño, con un hombre de pueblo que compartía el dolor de sus semejantes. Comprendió entonces que los genios como Benny no caben dentro de una lámpara, necesitan todo el firmamento para dar más de su luz, razón de peso, por la que su pueblo, le perdonaba por su pronta partida.


 
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