La Habana de Ernesto II - El Rincon Cubano

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La Habana de Ernesto II

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Una ciudad que nunca me fue ajena.
La Habana que viví en otra piel. (Parte II)
Por Oniel Moisés Uriarte.

Ernesto Balaguer salió del majestuoso edificio de la gran logia masónica de Cuba, ubicado en la popular intersección de la avenida Carlos III y Belascoaín, en la Habana. Encendió un cigarro mientras esperaba que cesara la pertinaz llovizna que caía aquel día del mes de Mayo de 1957.

Cruzó la calle sorteando los autos detenidos en el semáforo, buscando protegerse de la lluvia bajo el portal de la tienda La Casa de los tres Kilos. Avanzaba por los altos portales que han distinguido a lo largo de los años tan conocida calle de la Habana y al pasar frente a la Iglesia del Sagrado Corazón de Jesús salió a la ancha acera, para alzar la vista y contemplar la enorme figura en mármol presidiendo el edificio.

En la esquina de Reina y Gervasio una mujer a la que muchos en la Habana conocían, por La china, cantaba y bailaba con gran desparpajo, llevaba muy pintarrajeados los labios, la falda muy corta dejaba al descubierto unas largas piernas y de su brazo izquierdo colgaba una pequeña cartera de mimbre. De aquella mujer se decía, era la hermana loca del dueño de la cadena de tiendas Ten Cent. Ernesto la evitó cuando se le abalanzó y raudo continuo por la calle Reina bajo los soportales en dirección al parque de la Fraternidad, llevaba sus manos perdidas dentro de los anchos bolsillos del pantalón, jugueteando, en uno, con las monedas que portaba en su interior, en el otro, acariciando un ojo de buey muy pulido, que siempre le acompañaba como amuleto.

Eran pasadas las ocho de la noche y los comercios comenzaban a echaban sus cierres. En la esquina de Reina y Lealtad, la ferretería Feíto y Cabezón, un poco adelante la barbería Salón Reina y los Estudios de fotografía Moré, mientras el cine Cuba encendía las luces y Ernesto se detenía en el pequeño bar de la esquina con Campanario, lugar de reunión de chulos de la zona. Pidió un trago de ron, el que bebió de un solo sorbo, pagó y siguió su camino. Frente a la vidriera de la peletería El Gallo, contempló por unos instantes unos zapatos y siguió su andar frente a los almacenes Ultra. Paso raudo por la puerta del cine Reina y ya en la esquina con Galiano, frente a la cafetería El Polo, esperó el cambio de semáforo para cruzar hacia La Plaza del Vapor.

La lluvia cesó cuando llegó a los portales de la tienda Sears y para evitar empaparse con el agua que caía de las hojas de los arboles siguió por Amistad a buscar Dragones, dejando a su derecha el parque de la Fraternidad. El tráfico le obligó a detenerse en la esquina por un ligero embotellamiento que pudo ver a su izquierda, a la altura de la compañía telefónica, entonces sorteando los autos detenidos llegó al bar de la calle Industrias y Dragones, donde una larga fila de autos de alquiler muy uniformemente pintados de amarillo y techos negros, aguardaban por clientes para iniciar viajes. Sentía un poco de frio y para calentar el cuerpo se acercó a la barra pidiendo una copa de coñac, que bebió lentamente apoyando su cuerpo en la pulida superficie de madera situándose de frente a la calle desde donde podía ver una de las esquinas del Capitolio. En la victrola sonaba un conocido bolero en la voz de Nigt King Cole, que por aquellos días se hacía aún más popular por la presencia del cantante norteamericano en el show de Tropicana, cerró los ojos y se dejó llevar por la melodía que escuchaba.

Frente al bar, Ernesto abordó uno de los taxis estacionados en la calle Dragones. El auto, un Plymouth del 56, al que el chofer puso en marcha de inmediato, enfiló por la calle Dragones hasta llegar a Galiano, giro a la izquierda, cruzó Reina y tomó la estrecha calle Ángeles hasta la calzada de Monte. Mirando por la ventanilla abierta del auto, al girar hacia la derecha, vio las luces de neón de la cuchillería “Sin rival” y a su derecha la farmacia en la misma esquina de Monte y Ángeles. Apoyado sobre la puerta veía pasar los anuncios lumínicos. De la acera izquierda, la Peletería el Cadete, la tienda El Gallo, en la esquina de Monte e Indio, y a su derecha La cafetería Mercy, una calle más abajo, el cine Regio, cerró los ojos por un momento al recibir la brisa nocturna de su Habana.

El auto se detuvo en el semáforo de Monte y Cuatro caminos, lo que aprovechó Ernesto para recostarse en el asiento y entrar en un agradable estado de somnolencia del que solo salió cuando el chofer le avisara que había llegado a su destino. El coche avanzaba entre la frondosa vegetación que le conducía a la entrada del cabaret Tropicana. Descendió del auto en el alto portal iluminado de tan popular instalación habanera, a donde mucha gente llegaba en aquellos momentos. La llegada de autos era constante y de ellos, quienes bajaban, lo hacían muy engalanados, dirigiéndose a la puerta de acceso al salón bajo las estrellas.

Muy cerca de Ernesto una mano de mujer agitó un pañuelo para señalarle el grupo que le esperaba, recompuso su traje de dril cien blanco y avanzó hacia ellos. Dos hombres elegantemente vestidos y tres mujeres aún más ataviadas para tan especial ocasión, le aguardaban. Acudían a la primera noche de Nit King Cole de ese año 57, resultado del gran éxito que tuviera el año anterior, su presentación en Tropicana. Después de los saludos, entraron al amplio salón, bajo el cielo estrellado, abundante vegetación y majestuosas palmeras, conduciéndoles hasta una de las mesas ubicada muy cerca del escenario.

Después de la suculenta cena criolla, descorcharon una botella de espumoso champán, brindando por tan especial momento y ya cerca de la medianoche al apagarse las luces, la orquesta de Tropicana dirigida por el maestro Armando Romeu, tocó las primeras notas que anunciaban el inicio del fastuoso espectáculo. Se iluminó el escenario y al compás de la música, con pasos agraciados, cadenciosos y firmes fueron entrando a escena las bellísimas bailarinas que integraban el cuerpo de baile, a la vez que las esculturales modelos.

La noche comenzaba a ser mágica y prometía aun más, fue entonces cuando el gran Nat King Cole, ataviado con impecable smoking, avanzó hasta el centro del escenario circular, acompañado por una cerrada ovación dando comienzo a su presentación en Tropicana ese año 57, cantando María Elena, su versión en español.


 
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