“La estrella de la playa”La ruta 162 hacia el este de la Habana.
Por Oniel Moisés Uriarte.
Allá por los setenta, cuando viajaba a Santa María del Mar, playa al este de la Habana, nos juntábamos un grupo de cerca de quince muchachos del barrio y nos íbamos rumbo a la loma del Atlántico, lugar donde nos reuníamos con cientos de semejantes, buscando buena música, sol, aguas cristalinas y una linda chica que nos soportara la muela.
Para lograr tan buen propósito íbamos caminando por toda la calle Monte entre sus altos portales, pasando frente a las abundantes, iluminadas y engalanadas vidrieras de las tiendas y negocios, no sin antes detenernos en la panadería pasada la calle Águila, para comprar los sabrosos panes de glorias, coffecake y varias libras de pan que nosservían de provisiones para el largo día que pasábamos junto al mar. En el camino contábamos chistes, cantábamos algún tema de moda, hablamos de la última película vista o sencillamente no dejábamos de joder en todo el trayecto, metiéndonos con todo el que pasara a nuestro lado. De la calle Indio y Monte, punto de partida del grupo, hasta el lugar donde tomábamos el autobús, teníamos que caminar exactamente quince largas cuadras. Haciendo gala de buena memoria recuerdo cada calle, cosas o lugares que las caracterizaban.
Subiendo Monte por la acera de la izquierda yendo en dirección al parque de la Fraternidad, justo en la esquina de Ángeles, había uno de los pocos semáforos de la calzada, por allí bajaba la ruta veintitrés, esquina muy requerida por su farmacia de guardia, por la misma acera pasando Ángeles recuerdo la casa de música donde mi hermana compraba las partituras para sus clases de piano, un poco más adelante la guarapera, en frente, antes de llegar al callejón del Suspiro como conocíamos la calle Rubalcaba, la parada de la ruta 61, en la esquina de Monte y Águila, la peletería El Gallo, donde mi vieja me comprara las botas que después le adaptaban los soportes para mis pies planos. Cruzando Águila, frente a la panadería una ferretería en la esquina de Revillagigedo, en la larga cuadra que comprendía hasta Suárez pasábamos por “Mi Salón” la peluquería a donde me llevaba mi abuela para que me cortaban el pelo a la malanguita, cuando ya había crecido un poco y mis pies no cabían en los sillones del salón para niños que habían construido en Monte y Figuras conocido por “El mundo de las maravillas”.
En la esquina de Monte y Suárez, nos deteníamos en el “Ten Cent” para tomar café y fumar un cigarro compartido entre muchos que se apuntaban al club de los futuros fumadores empedernidos. Justo a partir de la calle Suárez, Monte se hacía más ancha de acera a la sombra de frondosos árboles, ubicada en Monte entre Suárez y Factoría estaba la “Galárraga” escuela secundaria donde acudíamos a estudiar muchos de los que íbamos en el grupo, el resto estudiaba en “La William Soler” otra afamada secundaria de mi barrio, solo que a la “Galárraga” íbamos los que vivíamos, como yo, en la calle Monte y el barrio de Jesús María, y a la “William” los que vivían en Los Sitios.
El Parque de la fraternidad, antesala del Capitolio, extendiéndose majestuoso iba quedando atrás por la acera de enfrente, lugar donde en 1929 al celebrarse el Congreso Panamericano, fue plantada una Ceiba con tierra de todos los países del continente, exhibiendo bustos de las personalidades más importantes de nuestra historia regional, motivo de orgullo de los Habaneros y refugio de las parejas que buscaban la intimidad, también tomado como parada de cabecera de la ruta trece, siempre atestada de pacientes pasajeros, vendedores de granizados y cucuruchos de maní.
En el recorrido pasábamos por el hotel “Isla de Cuba”, lugar que siempre miraba con respeto y deseos de pasar una noche con alguna noviecita, sueño que cumplí pasados algunos años después. Por la calle Monte, antes de doblar por Cárdenas, parábamos en la juguera para tomar algún refresco de frutas naturales, de ahí, bajábamos en dirección a la Terminal de Trenes, entre altos portales, algo menos iluminados por la que fuera una antigua calle de fabricantes de diversos géneros y productos, conservando aún partes de su pavimento del viejo adoquín con el que se hacían las calles de La Habana y en algunos tramos dejaba ver las no menos antiguas líneas del tranvía que circuló muchos años por la vieja ciudad. En la calle Misión ya distinguiendo el blanco muro de la Terminal, torcíamos a la izquierda pasando las calles de Economía y Zulueta.
Y allí, ante nosotros, la interminable cola de la 162, conocida muchos años como la Estrella de Guanabo, playa ubicada al este de La Habana. Inalcanzable como su nombre, tomarla era tocar el cielo con las manos, hasta tres horas podíamos tardar en subir a la dichosa estrella, aquellas viejas General Motors que aparte de ser pequeñas y estrechas, cuando se ponían en marcha y cogían impulso, con el peso que llevaban, se bamboleaban como bote en el agua, siempre amenazantes de volcarse en cualquier momento de aquellos largos recorridos, en su incansable ir y venir entre Campo Florido y La Habana.
Lo que si recuerdo con mucha claridad es que jóvenes al fin, éramos capaces de disfrutar a plenitud todas aquellas penurias, el hecho mismo de caminar desde nuestras casas y hacer la interminable cola para subir al ómnibus, nos subía la adrenalina. Éramos verdaderamente felices cuando bebíamos refrescos en el vaso perga, especie de cartón encerado, que iba pasando de mano en mano para que cada uno le diera un sorbo, al igual que compartíamos un cigarro entre más de veinte muchachos, que los últimos para no quemarse debían sostener con un ganchillo de pelo cedido por alguna de las chicas del grupo o compartíamos en grandes coros una canción, acompañados por la guitarra que apenas se escuchaba pero que sabíamos que su ritmo y cadencia estaban presentes.
Éramos felices y solidarios, vivíamos a plenitud la dicha de ser y ocupar nuestro espacio, no nos costaba ningún trabajo comunicarnos y menos compartir con otros grupos, aun cuando fuera la primera vez que nos viéramos en aquella parada de La estrella de la playa, punto de partida de nuestras ilusiones y sueños comunes. Allí, en aquella parada del autobús que nos conducía a la playa de nuestros años mozos, nos enamorábamos, discutíamos, gritábamos, reíamos, planeábamos, componíamos y cantábamos nuestras obras maestras, hacíamos muchas cosas, pero sobre todo, aprendíamos a ser mejores personas cada día, sin dejar, claro está, de pasar por malos momentos o situaciones difíciles.