La agonía en una demencia anunciadaPor Oniel Moisés Uriarte
Muy cerca de la calzada de Monte donde yo nací comienza El Paseo Martí, la amplia calle que entre sus muy afamados edificios acoge el majestuoso Capitolio Nacional. Esa calle la conservo muy clara en la memoria con sus amplias aceras, las altas columnas soportando espaciosos portales, puertas que en algún momento pudieron ser fastuosos accesos a los no menos majestuosos edificios coloniales, con sus fachadas engalanadas por balcones de disímiles diseños realizados sobre hierro forjado. En esta misma calle conocí en mis años de juventud el Liceo de la Habana Vieja ubicado en los altos del correo. El mismo edificio que da albergue al Teatro Nacional, sede del ballet Nacional de Cuba, en un lateral, justo en la calle San Rafael, el Cabaret Nacional y en la acera de enfrente el Hotel Inglaterra, por solo citar algunos de los más emblemáticos puntos relevantes de la ciudad y para mí el más especial de todos, el cine Payret, uno de los lugares que guardo con más celo, donde mismo atesoro todas mis nostalgias y recuerdos.
Su historia está ligada a Joaquín Payret, un comerciante catalán radicado en Cuba, que en 1876, comprara un terreno que en la capital y tuvo la feliz idea de construir un teatro que se inauguró el 21 de enero de 1977 y bautizó con su propio apellido. El Payret desde el primer momento estuvo ubicado en un estratégico lugar de la ciudad que años más tarde se convertiría en una de las más emblemáticas zonas de la Habana Vieja. En 1935 fue arrendado por Don José Varcárcel, quien lo inaugura como cine y lo convierte en lo que llegó a conocerse como La Catedral del Cine Español en Cuba. En 1951 el teatro necesitaba una restauración y fue demolido por el comerciante asturiano José Sixto, dando lugar a la creación del edificio que se ha conservado hasta nuestros días.
Fue el Payret el cine más grande y lujoso de Centro Habana y uno de los más bellos de América, escenario que en algún momento también funcionara como sala de conciertos, pero que yo recuerdo especialmente como un espacio que cambió el concepto de la noche habanera a partir del momento que al comienzo de la madrugada comenzara a ofrecer su tanda especial, una propuesta muy bien acogida por el publico noctámbulo de la capital. Corrían los últimos años de la segunda mitad de la década del 70 cuando por primera vez acudí a una de aquellas tandas, que desde aquel momento me convirtieron en un asiduo cinéfilo nocturno.
Mi momento supremo de aquellas tandas nocturnas era cuando entraba al vestíbulo del cine, y gozaba el privilegio de poder detenerme delante de la figura que la artista Rita Longa creara especialmente para engalanar el vestíbulo y que llamara “La ilusión”. Otro de aquellos momentos que disfrutaba era cuando ya dentro de la sala, con su tenue iluminación, iba recordando los nombres de las nueve musas de las artes grecorromanas que adornaban las paredes a ambos lados de la pantalla, en las que la célebre escultora modelara las figuras de estas celebridades de la mitología. En la pared de la derecha recuerdo las de Erato, la musa de la poesía lírica, Euterpe, musa de la música, Terpsícore la musa de la danza, Calíope, musa de la poesía épica y Urania, la celestial musa de la astronomía, poesía didáctica y las ciencias exactas. En la blanca pared a la izquierda de la pantalla las figuras de Melpómene la musa de la tragedia, Clío la musa de la historia, Talía, musa de la comedia y Polimnia, la musa de la retórica. Recordar cada nombre de aquellas musas era para mí un ejercicio mental sin igual y un aprendizaje que recibía cada vez que me sentaba en las cómodas butacas de la sala que entre sus dos plantas podía dar cabida a mil ochocientos espectadores.
Bajar por las escaleras de mármol al piso inferior era como viajar a otra época, una época glamurosa, sublime y exclusiva. Un espacio que para mi representaba sin dudas un ambiente también especial, en el se realizaban pequeños conciertos musicales a los que muchas veces tuve la suerte de asistir como público.
Aquella edificación que hoy me queda tan lejos, fue mi refugio, mi válvula de escape, mi salida al mundo que cada vez se me hacía más reducido. Era esa la razón por la que cada jueves, día de estrenos en la capital o cambio de cartelera, acudía en la madrugada al cine Payret, convirtiéndolo en mi principal y muy personal motivo de ocio.
Muchas fueron las películas que pude ver en la gran pantalla del Payret, como también noticieros, documentales y hasta algún musical que estuviera de moda. Muchas cosas recuerdo de aquel lugar pero en especial el que seguramente quedara grabado en la memoria de quienes fuimos testigos de uno de los acontecimientos más trascendentales de aquellos años acaecidos en el recinto.
El hecho tuvo como antecedente la noche anterior en un incidente ocurrido en la tanda de medianoche del cine Yara, cuando al proyectarse el Noticiero ICAIC, previo a la película, aparecía Fidel refiriéndose a la Zafra Azucarera, entonces, un murmullo fue creciendo en la oscura sala hasta que se escuchó cantar a coro: ”Ese hombre está loco”, una canción que estrenara el conocido grupo de rock Monte y Espuma en 1988 y que muy pronto se convirtiera en himno transgresor interpretada por la joven cantante Tanya Rodríguez, considerándose un mensaje alusivo a Fidel, canción que por supuesto sufrió la implacable censura por parte de los comisarios políticos quienes inmediatamente prohibieron su difusión. Aquella noche como sucediera en el cine Yara, en el Payret también se coreo muy alto aquella canción aunque a diferencia del anterior no fuera objeto de la irrupción de la policía cargando contra los asistentes a la función y deteniendo a una considerable cantidad de personas.
Aquella noche terminaba mi relación noctámbula con el cine Payret, desde entonces cuando acudía a un estreno, solo lo hacía en las tandas vespertinas y tiempo después, de forma definitiva, dejé de acudir a sus proyecciones. Hoy en la distancia, cuando en La Habana se debate si el Payret se convierte en un moderno hotel o sigue siendo el legendario cine de los cubanos, siento nostalgia y a la vez un dolor inmenso al ver imágenes de su interior, como la emblemática sala, herida de muerte se va apagando. Siento profunda añoranza por lo que en su interior aprendiera y viviera, por las experiencias que me aportara sobre todo en el amor, ya que no fueron pocas las conquistas que allí llevara para robarles furtivos besos en la intensa penumbra que su interior nos regalaba.