La Abuela y la oreja - El Rincon Cubano

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La Abuela y la oreja

Memorias > Publicaciones 4
Reírse del mal ajeno no es buen consuelo.
La sabía lección de la experiencia.
Por Oniel Moisés Uriarte.

Una vez que mi abuela dejó de estar junto a nosotros, me hice un firme juramento, juré, que no la olvidaría nunca, que estaría presente en todo lo que aconteciera en mi vida y que no olvidaría de ella ni en el más mínimo detalle, incluido las cosas tan especiales que nos unieron en el corto tiempo que estuvimos juntos. Su muerte, a mis escasos doce años me dejaba en una encrucijada, necesitaba de aquella dulce anciana, de carácter severo, de cuerpo más bien delgado, pero fuerte en su apariencia, de cabellos blancos, ojos tristes, de hablar fluido y voz potente.

Ella me significaba, decisión, seguridad, firmeza y resultados positivos, me daba fuerzas para ser yo mismo, enseñándome el valor de la palabra y su empeño. Mi abuela se propuso hacerme mejor persona y yo con su muerte juré seguir intentándolo, aún cuando ella ya no estuviera para verlo. Recuerdo muchas cosas agradables que me ocurrieron a su lado, pero mejor, para no dar una carga de melancolía a este momento, voy a narrar algo que no olvidaré nunca, fue un hecho tragi-cómico del cual fui testigo junto a ella.

En un tiempo mi abuela, muy a menudo nos llevaba a mi hermana y a mi a casa de un sobrino que vivía justo en la curva que hace la calzada del Cerro al lado del cine Maravillas. Para ello teníamos que tomar el 61 que nos dejaba a escasos metros del edificio a donde íbamos.

La parada donde debíamos tomar el autobús estaba ubicada justo en los bajos de nuestra casa en la calzada de Monte, ese día habíamos bajado con tiempo suficiente para llegar al mediodía, hora en que nos esperaban para el almuerzo, pero mi hermana se encaprichó en entrar en la cafetería Mercy, a que le comprara una empanada que a ella en especial le gustaban mucho, mi abuela se resistió y puso todos los peros habidos y por haber para hacerla desistir, pero no lo logró, tiempo en que llegaba el 61 y que por supuesto se nos fue en nuestras propias narices. Tuvimos que esperar al siguiente que pasó tan abarrotado que no paró, al segundo y al tercero, que siguieron el ejemplo del primero y un cuarto que paró de forma imprevisible, cuando nadie lo esperaba, ni el conductor del autobús de la ruta 16 que venía detrás y se estampó contra la parte trasera de aquel, estamos hablando de una General Motors, chocando contra una Leyland, esta última con la característica de tener sus ventanillas colocadas de forma que para abrirse debían ser alzadas y calzadas arriba con una traba que las sostenía firmemente, para lograr el efecto contrario, con solo presionar con ambas manos los dispositivos que la sostenían, se lograba deslizar y quedar herméticamente cerradas.

Hoy todavía no me explico como sucedió pero cuando se produjo el impacto entre los dos autobuses, estábamos parados en la acera dispuestos a subir de la mano de nuestra abuela, el autobús se corrió y a nuestra altura quedó su última ventanilla. Todo fue muy rápido, el choque, el desplazamiento del 61 hacia delante, frenazo brusco, susto que nos llevamos, sonido metálico, ventanilla deslizándose bruscamente, buscando su punto de apoyo y cierre hermético, grito de un pasajero que despertó bruscamente con el impacto y como resultado, entre los zapatos de mi abuela, una cosa extraña que más bien parecía una oreja, -¡mierda, era una oreja!- se la habían arrancado de cuajo.

Mi hermana se agachó, cándidamente la cogió con su mano desocupada, aún en la otra conservaba una pequeña porción de sus empanada, mi abuela al verla, le dio un manotazo y aquello se deslizo debajo del autobús, justo en el momento que se abría la puerta trasera y con sorpresa vimos descender a Humberto, padre de uno de los muchachos de nuestro barrio, que cubriéndose con un pañuelo a la altura del lóbulo de su oreja derecha, gritaba: -¡mi oreja, coño!, ¿alguien la ha visto?- Entonces mi hermana le señaló el lugar a donde se había deslizado desde la última vez que la tuvo en sus manos. Esa tarde terminamos en la Casa de Socorro a donde acompañamos a Humberto para ver si le podían salvar su oreja, cosa que fue imposible.

Pasado un tiempo de aquel suceso fui a visitarlo con mi abuela, recuerdo como si fuera hoy, el sopapo que me llevé de ella cuando entró Humberto a la pequeña sala de la casa donde le esperábamos, ese día había ido al hospital donde le colocaron una prótesis, solté una estruendosa carcajada al verlo llegar, traía puestas unas horribles gafas de pasta negra, y en el extremo de la pata derecha llevaba pegada una oreja de goma, que por su color más oscuro que la piel de Humberto, a un kilómetro se sabía que era postiza. El sopapo me dolió, pero más me dolió el castigo que me puso, durante una semana, estuve a pupilo, de la casa a la escuela de la escuela a mi casa, sin ver televisión, sin juego de ningún tipo y todo para que aprendiera la lección de que no debía reírme de las desgracias ajenas.

Así era mi abuela, siempre aleccionadora, hasta sus últimos momentos fue así, el día que se fue para siempre yo estuve con ella unos minutos antes, en una sala del hospital Calixto García a donde le habían llevado por un dolor que la venía afectando desde hacía algún tiempo. Me preguntó cuantos días hacía que no me veía y que me extrañó mucho, me pidió que le diera un beso y que me fuera a casa, así lo hice, me giré a buscar la puerta y aún no había salido de aquella sala cuando sentí a mis espaldas los pasos apurados y las voces de médicos y enfermeras que la asistían. Allí me quedé en silencio hasta que escuché el llanto desconsolado de mi tía”.

 
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