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Cuando el retraso deparara negación.
Los viajes en Ferrys a La Isla de la Juventud.
Por Oniel Moisés Uriarte.

Navegar en un barco de gran calado, siempre fue una de mis grandes pasiones, por eso cuando había algún motivo que justificara hacer un viaje desde el puerto de Batabanó, en el sur de la Habana, con destino a Nueva Gerona, en la Isla de la Juventud, siempre era motivo de júbilo. Siendo de mi preferencia, hacerlo en el “Ferry Jibacoa,” que zarpaba a las 12 de la noche, con una travesía de casi seis horas.

Me gustaba subir a cubierta, para respirar la fresca brisa marina en las noches estrelladas, y contemplar la luna reflejada en el mar. Disfrutaba el viaje haciendo amigos y preferiblemente alguna nueva conquista, como también me gustaba el momento de bajar a la cafetería donde una oferta muy variada de productos, mitigaba el apetito que el salitre siempre me provocaba.

Cuando los viejos y ya cansados Ferrys, Palma Soriano y Jibacoa, dieron paso a modernas embarcaciones mucho más confortables y rápidas, aparecieron los ferrys "Comandante Pinares” y el "Isla de la Juventud", en los que regularmente compartía viaje con los instructores de la Escuela Nacional de Arte, quienes viajaban a la Isla, para desarrollar distintas manifestaciones culturales en el plan de escuelas en el campo, cuando en aquellos tiempos, mis viajes eran por motivos de acompañar a mi hermano pequeño, que por entonces estudiaba en la escuela “Vanguardia de la Habana”, si por alguna razón no podía regresar con la escuela, vencido el tiempo de estancia de descanso en la casa.

En uno de los viajes que hiciera a la isla, acompañando a mi hermano pequeño, llegaba el barco con un poco de retraso al puerto de Nueva Gerona y el transporte que en su recorrido pasaba por la carretera frente a la escuela, ya se había marchado, por lo que sin más remedio tuvimos que tomar “la guagüita de San Fernando”, <en la que se va un ratico a pie y otro caminando>. Más de 10 kilómetros, en los que se hizo noche cerrada y en la que apenas nos veíamos uno al otro y mucho menos el camino, que tampoco conocíamos. Llegados a una bifurcación, donde la carretera se dividía en dos, tuvimos que jugar a la suerte con el tín, marín, de dos pingües que definitivamente nos puso en el camino acertado, pudiendo un poco más adelante, divisar las luces de la escuela.

Sin perder ni un segundo, me puse en camino de regreso, con el tiempo en contra ya que el Ferry zarpaba en menos de una hora. Recorrido que hice preñado de inconvenientes, primero porque en la oscuridad al llegar a la bifurcación tomé el camino equivocado y cuando había caminado casi medio kilómetro, me di cuenta que no iba bien, por lo que tuve que regresar corriendo para tomar el correcto. Ya en el buen camino me crucé con dos borrachos que me hicieron perder varios minutos, intentando encender un cigarro, que entre la brisita que corría ya a esas horas, y apagaba constantemente el encendedor y el poco tino que tres o cuatro cervezas de más les dotaba. Apuré el paso hasta echar a correr, para llegar al puerto justo cuando el Ferry había levantado la escala, aunque aún faltaban algunos minutos para zarpar.

Para mi suerte, otras seis personas, con pasajes para el viaje de regreso a Batabanó, llegaron tarde, por las mismas razones que las de mi retraso, sumándose al reclamo que le hacía a los tripulantes, que desde arriba, nos miraban sin inmutarse. La impasible actitud de aquellos marineros iba encendiendo los ánimos de los que comenzamos a exigir la presencia del capitán del barco, quien apareciera para dar la orden de soltar amarras, provocando que a la escala, levantada a casi dos metros del suelo, saltaran, apoyándose uno en el otro, dos de los más ágiles del grupo de los que habíamos quedado en tierra.

El solo hecho de no poder realizar maniobras en esas condiciones, hizo que el capitán se lo pensara dos veces y después de un buen rato de intentar que bajaran de la escala, cometiera el error de dar la orden de apoyarla en el suelo de hormigón, para que abandonaran su posición aquellos dos, situación que aprovecháramos los demás para acomodarnos como pudimos en los peldaños de la escala, que ante la negativa de los que ya la habíamos ocupado, comenzaba a suspenderse en el aire nuevamente.

Nunca pude entender, que era lo que motivaba a una persona, con la responsabilidad de dar un servicio como aquel, asumir tal actitud beligerante y negativa, máxime cuando conociera las razones de peso, que provocaran el retraso del grupo de personas, que nos habíamos visto envueltos en las circunstancias que finalmente acarrearan tan desagradable situación y que solo argumentando que cumplía órdenes, consideraba justificada su actitud.

Finalmente se impuso la cordura y sin más remedio, ante la presión de los pasajeros, tuvo el capitán del barco que aceptar subiéramos a bordo y realizáramos el viaje de regreso. Aquel incomodo episodio, logró mermar, hasta ya no apetecerme nunca más, hacer los viajes en Ferry a la Isla de la Juventud.
Así terminaba mi pasión por la travesía en barcos, de la misma forma que fuera perdiendo calidad, un servicio que en los comienzos que yo conociera, valía la pena aficionarse.

 
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