Donde la penumbra fue cómplice del pécado.Noches en el Turf Club del Vedado.
Por Oniel Moisés Uriarte.
Tendría dieciséis años cuando entrara por primera vez a un club nocturno en la Habana y fue en el que quizás muchos de los jóvenes de anteriores y de mi propia generación, también escogieran para estrenarse con alguna chica, por la cómplice oscuridad en su interior, la amabilidad y discreción de los camareros y la calidad de las bebidas que en él se ofertaba. Me refiero al reconocido Turf Club ubicado en la esquina de Calzada y F en el Vedado.
No había en toda la ciudad, un lugar con las características que ofrecía aquel centro nocturno, al menos para los muchachones que queríamos impresionar a la chica con la que salíamos. Los reservados recuerdo que estaban hechos para albergar dos parejas, con sendos pullmans, altosy cómodos, separados por una mesa de madera y aislados aquellos reservados, además de la oscuridad reinante en el lugar, por una cortina negra. A través de los altavoces, a un nivel muy aceptable, se transmitía música del momento, sobre todo romántica, la que aprovechábamos para bailar al centro del salón muy apretaditos a nuestra pareja.
El Turf se convirtió en muy poco tiempo en lugar elegido para el encuentro con otras parejas de amigos, mejor que aquel lugar, nada. Una de las razones de peso, además de sus especiales características, debo reconocer que tenía este, un valor añadido, uno de mis mejores amigos de la infancia y con quien compartíamos el mismo edificio de vivienda, era hijo del que sin lugar a dudas fuera el más popular de los empleados del club. Fue él y otro amigo que desde hace ya muchos años no está con nosotros, quienes me hicieron descubrir el Turf Club al que desde entonces le fui fiel hasta que ya el padre de mi amigo y él salieran definitivamente de Cuba. Debo reconocer que gracias a ellos aquel lugar era como una extensión de las conquistas amatorias de un joven que por entonces, por solo diez pesos, podía presumir de acompañarse de una linda muchacha y además no hacerle esperar el turno por las colas que afuera se formaban.
En el oscuro salón, los camareros, sorteaban las parejas de acaramelados bailadores, acompañándose por linternas de baja intensidad en la luz que emitían, mientras bandeja en mano, portaban los pedidos hacia los reservados. Es digno resaltar, que una de las habilidades adquiridas tras muchos años de labor, era la de acudir al reclamo del cliente justo en el momento preciso, por alguna seña con la mano levantada o algún pequeño sonido emitido para llamar la atención, lo que hacía mucho más agradable aquel lugar, en el que no había cabida a las sorpresas, garantía para que las parejas volviesen siempre en busca de la privacidad y sobre todo de la discreción que primara en tan selecto lugar.
Cuando hablo de oscuridad, no recuerdo lugar más oscuro que el Turf, tanto que lo normal es que cuando llevamos algún tiempo en penumbras la vista se acostumbre y se comienzen a distinguir figuras y cosas, allí no, oscuro entrabamos guiados por la linterna del camarero que nos acomodaba en nuestro reservado y oscuro salíamos, tanto que entonces ya fuera teníamos que adaptarnos a la claridad de las farolas nocturnas que iluminaban la calle Calzada.
Sin embargo para movernos en el interior, aún en la cerrada oscuridad, se nos hacia familiar el recorrido, solo el trayecto hacia los servicios al final del salón y tras un cristal, se hacía más fácil, guiados por una luz muy tenue, tanto que cuando regresabas volvías al ciclo de la ceguera, tenias que hacerlo a tientas. Que no se te ocurriera encender una fosforera ni artilugio que iluminase porque te buscabas un lio serio con los que no gozaban del privilegio del reservado.
Justo de esa oscuridad me valí en una ocasión para vengarme de un colega que en la escuela alardeaba siempre de ser el más ligón de los mortales. Estaba por entonces yo algo metido con una muchacha de nuestra clase, bastó que este lo supiera, para que se pusiera a rondarla. Un día quedamos un grupo formando parejas para ir al Turf Club y celebrar allí la despedida de uno de nuestros amigos que se marchaba a otra provincia de Cuba. Éramos cuatro parejas en total y este se me adelantó para caer justo con la que realmente quería yo. Recuerdo que pasamos gran parte de la noche bailando todos al centro del salón, a los pullmans solo íbamos a reponer fuerzas. Las muchachas saboreando el delicioso “Telegrama”, coctel hecho a base de licor de menta y ron carta blanca mientras que los varones bebíamos Roncollins, o sea ron con Coca-cola y zumo de limón.
Cuando pegabas seguidos, tres de aquellos cocteles, lo único que nos mantenía de pie eran los bailes que echábamos y la vergüenza de quedar mal ante las chicas del grupo. Justo lo que le ocurrió al personaje que me disputaba la fémina, que al tercer Roncollins ya empezaba a dar pasos raros. En un momento, terminada la canción que pasaban por los altavoces me preguntó donde quedaban los baños, a lo que ni corto ni perezoso le señalé hacia el fondo, lo que sin advertirle que antes tenía que abrir la puerta de cristal muy transparente y limpia que daba acceso a los mismos, un cristal tan limpio, tan limpio, que este no lo vio, estampándose de frente y con impulso agregado, lo que provocará un rebote tal que cayera sentado de culo en medio del salón. Fue tal el estruendo que causara, que las luces del local se encendieron, algo que no sucedía nunca, solo cuando los empleados quedaban solos, sin público, para organizar la tarea del siguiente día. Aquello fue algo que no pudo soportar el ego de mi rival, que salió dando tumbos hacia la puerta dejándome el camino allanado para culminar mi tarea de conquista.
No me enorgullezco de aquel acto cuando muy joven era, falto de recursos y experiencias, fue algo que salió así y que me beneficiara, amén que aquel otro era un “pesáo” de los que no quisiéramos tener nunca cerca. Aquel día el azar se puso de mi parte y por supuesto no desaproveché la ocasión.