Cuando la abuela callaba, su silencio inquietaba.El respeto que la educación familiar generara.
Por Oniel Moisés Uriarte.
Los primeros años de mi vida, fueron marcados por un manifiesto matriarcado, en el que jugaba un papel fundamental, mi abuela materna Dominica. Con ella pasábamos gran parte del tiempo, razón por la que su influencia en nuestra educación, fue esencial.
Ella, desde su escasa formación intelectual, como la inmensa mayoría de las abuelas cubanas, nacida y crecida en un pueblo del interior de Cuba, nos transmitía a sus descendientes, la férrea educación en la que ella misma fue formada. El valor de su silencio, lo aprendimos mis hermanos y yo desde muy temprano, solo con la mirada, era capaz de hacernos entender lo que creía fuera bueno que hiciéramos, según el momento y el lugar donde nos encontrásemos. Pero si lo que teníamos que hacer, no lo entendíamos de forma clara y por respuesta, el resultado de nuestros actos, sobrepasara el límite de lo que consideraba una falta grave, sus miradas eran sustituidas por una correa de cuero, de las que se usaban para asegurar las maletas en aquellos años.
Sin embargo, aquellas tundas de cintazos que nos ganábamos a pulso, no mellaron nunca el amor que sentíamos por ella, por el contrario, el cariño era especial y crecía con los años, a la vez que crecía el respeto que nos inculcara, no solo por ella, sino por todo lo que nos rodeaba. No por esto he justificado nunca la violencia familiar, pero a decir verdad, desde aquella posición que vivíamos, lo entendíamos como algo que se integraba como parte fundamental de nuestra formación, que podíamos forzar o evitar, según nuestra propia actitud, dentro del medio en que desarrollábamos nuestra niñez.
Recordar aquellos años me hace bien, porque me da la medida de cuanto sirviera el carácter de mi abuela y el respeto que este generaba, al punto de quedar grabados en mi memoria algunos episodios que así lo pueden atestiguar: Un día que nos lanzábamos en fila de doce muchachos por la loma de Condesa y yo el ultimo, no pude evitar lo que los otros pudieron, echarse hacia un lado, para que subiera un camión, al que yo pasé por debajo, seguí con el mismo impulso y llegué a mi casa para esconderme debajo de la cama, mientras algunos muchachos de la pandilla subían a contarle a mi abuela lo sucedido y esta, que me había visto pasar, me sacó de debajo de la cama, con un palo de escoba, mientras en la otra sostenía la correa.
Otra de aquellas anécdotas que recuerdo, fue un día que caminaba por la calzada de Monte y al pasar por el lado de un hombre mayor, le pedí fósforos para encender un cigarrillo, cuando aún yo no llegaba ni a cumplir los once años. Me reconoció y cogiéndome del brazo, me llevó ante mi abuela… para que contar lo que me busque ese día. Qué decir, de una vez que sentados en el descanso de la escalera de nuestro edificio, con otros dos muchachos encendimos un cigarrillo y justo en el momento que me tocaba dar mis caladas, entraba por la puerta de la calle Dominica, mi abuela, no sé como lo hice y si hoy sería capaz de repetir la acción, con la lengua lo doblé hacia adentro, ocultándole dentro de mi boca, resultando que mientras se apagaba me iba quemando, pero sin chistar. Prefería chamuscar mi lengua antes que darle semejante disgusto.
Que la letra entra con sangre, era un tópico de aquellos años que yo experimenté en carne propia y puedo dar fe de ello. Mi maestra Marta, de segundo grado de primaria, era la encarnación del mal en persona. Tenía dos reglas de madera, una corta y otra de dos metros de largo, que alcanzaba hasta el último de la clase, teniéndola siempre a mano, apoyada a la pared muy cerca de su silla. Pues resultó que un día, me envió a la pizarra para que escribiera lo que me dictaba, siendo la palabra brazo, la última que me hiciera escribir y lo hice con s, ahí me gané la regla corta de madera de caoba que dejó la palma de mi mano casi en sangre viva. Desde aquel momento surgío mi esfuerzo de por vida de no incurrir en faltas de ortografía.
Como antes había expresado, no comulgo con la violencia, ni la justifico como solución a una determinada actitud rebelde de un niño en su formación. Como tampoco reniego de lo que para mí, desde mi estatura, representaba aquella mujer de fuerte complexión física, con titulo de formadora que resolvía con la fuerza, lo que no era capaz de resolver con la convicción. Su bélica actitud, la suplía el amparo que siempre encontraba, en mi querida Emelina Rivero, maestra de primer grado, quien me protegía de la crueldad de ésta, la maestra Marta Acosta.
Los tiempos han cambiado mucho, por lo que no cuestiono el hecho de cómo las nuevas generaciones, se relacionan con sus mayores y el entorno. El tiempo que me tocó vivir es mi credo y la formación que me tocara, mí convicción, como resultado de ella, el respeto por el derecho ajeno, no puede ser otra cosa, que mi religión. Mi generación aprendió a convivir en el respeto, poniéndolo por bandera, enseña que ojalá, pronto pueda ser recogida como testigo, por las generaciones que han venido después y nos continúan, cuando por no pedirles, ya no le pedimos, ni el más mínimo respeto.