El polaquito, pequeño, pero matón.El Fiat Polski 126 P, de obsoleto, a rejuvenecer en Cuba.
Oniel Moisés Uriarte.
En La Habana de finales de los ochenta, irrumpió en sus calles, un pequeñísimo auto de la marca Fiat 126 P, fabricado en Polonia, por lo que el pueblo enseguida le bautizara cariñosamente como “el polaquito”, a la vez que ganaba en popularidad entre los cubanos. Lo de “cariñoso” es un decir, porque no todos podíamos tener un auto en Cuba como aquel, ya que estos fueron asignados solo a médicos y personal de las fuerzas armadas.
No era nada raro ver circular por las calles de cualquier pueblo de Cuba, uno de estos autos de miniatura, que cada año crecía en número por la vía pública de la isla. Lo raro era verles en las carreteras haciendo grandes distancias, aunque siempre había algún osado que lo intentara.
Otra característica muy peculiar de estos autos fueron los colores de fábrica, por no decir feos, debo decir, con poca gracia. Naranjas, rojos y amarillos eran los más abundantes, casi mates, con muy poco brillo. Los había en blanco y algunos azules, pero ya esos eran más eventuales de encontrar. Por lo regular los más jóvenes de la familia eran los que finalmente hacían uso de estos vehículos, razón por la que comenzaron a ser modificados, agregándoles todo tipo de artilugio que les hiciera diferentes a los otros y a la vez les distinguiera. Lo mismo podíamos encontrarles con un alerón trasero, los parachoques y tapacubos cromados y un sinfín de inventos que solo al cubano se le puede ocurrir. Pero lo que si comenzó a ser casi de uso obligado fueron las vacas, que se colocaban sobre el techo para ampliar la posibilidad de trasladado de equipajes o cosas necesarias que por el reducido espacio interior del Polaquito era impensable.
Soriano, fue un amigo de mi familia al que le asignaron uno de aquellos pequeños autos, pero el hombre, ya algo mayor, prefirió pasarle el testigo a su hijo Manolito, que al verse con aquel regalo en mano, se convirtió de la noche a la mañana, de ser un “pasmáo”, a ser el chico codiciado por las mulatonas del barrio. No había fin de semana en el que este no tuviera un buen plan de ocio. Tropicana, Pinomar, El parqueo de Guanabo, La Tropical, cualquier lugar donde se bailara y el Havana Club corriera como rio, allí estaba Manolito, siempre escoltado por alguna belleza criolla. Hasta se atrevía de vez en cuando extenderse hasta Varadero con su pequeño gigante de 22,3 caballos de potencia, que haciendo su esfuerzo y refrescándole, siempre le llevaba y le traía.
Así se fue aventurando mi amigo Manolo, que cada vez le pedía un esfuerzo mayor al motor del Polaquito, a lo que este no se negaba, pero le hacía mermar sus fuerzas. Así, un día se lanzó desde Matanzas, por la “Ocho Vía”, pretendiendo llegar hasta Amarillas, el ultimo pueblo de la provincia más central de Cuba y lo llevaba bien hasta que comenzó a caer la noche, haciéndose muy cerrada sin luna, momento en que las escasas luces del mini-auto apenas podían luchar en la penumbra a falta del alumbrado a todo lo largo del recorrido y sucedió el imprevisto mayor. Por la cuneta correteaba un potro que se había soltado de la cuerda que le ataba para pastar.
El ruido de los camiones que pasaban al parecer le asustaron y en su loca carrera no calculó el borde de gravilla que lo separaba del asfalto y resbaló, quedando con las patas hacia el interior y el cuerpo sobre la carretera, tan justo que en ese momento aquellos metros que ocupara, eran los que debía recorrer el Fiat Polski 126 P, con matricula HM 3290, perteneciente a Soriano del Valle Cañizares y conducido por Manuel del Valle Palomares, quien solo atinó a sujetarse muy fuerte del volante mientras despegaban a casi metro y medio del suelo, los 600 kg de carrocería, sus 3.100 cm de largo, 1.380 de ancho y 1.340 cm de altura. Pregúntele a algún cubano, si alguna vez supiera lo que fue ponerse un cinturón de seguridad dentro de un vehículo. Púes gracias a que la muchacha sentada en el asiento del copiloto lo hiciera, pudo salvar su vida, la pareja que iba detrás, lo que les salvó, fue el pequeño espacio en el interior, en el que poco recorrido podían hacer con sus cuerpos.
Y por suerte aterrizaron, con las cuatro ruedas, después de recorrer cerca de siete u ocho metros suspendidos en el aire de la oscura noche. Cuando lo hicieron, cuando se aseguraron que todos estaban bien, cuando buscando algún rastro de sangre que pudiera acusar alguna lesión, comprobaran que no había ni un rasguño, entonces descendieron del vehículo, buscando el objeto contra el que habían impactado, provocando semejante vuelo y aterrizaje forzoso. Y allí estaba el potro quien al sentir los pasos de quienes se acercaban, se levantó raudo, sacudió el polvo y echó a andar como si nada hubiera sucedido.
Al Polaquito no le pasó nada, solo le costó volver a ponerse en marcha, algo de lo que estos coches adolecían de fábrica y que Manolito resolviera con tres gotas de éter que echó en el carburador. Así siguieron viaje pero no hacia adelante, volvieron hacía La Habana pero esta vez buscando la carretera central, por donde se sentían más seguros y un poco mejor alumbrados.
En la actualidad el Polaquito tiene en La Habana un club especializado alrededor del cual se aglutinan los propietarios de estos pequeños autos, El Club de Autos Fiat Polski, fundado en marzo del 2011 por un puñado de aficionados y a los que se les conoce en la jerga local como “polaqueros”.
Manolito, el hijo de Soriano un buen día se fue a Canadá, pero antes, vendió su Polaquito y lo más probable es que conduzca uno de esos espectaculares coches de hoy, pero seguramente siempre estará agradecido de aquel casi insignificante, poco vistoso y nada elegante coche, que le sirviera para “ligar” y mucho más, para salvarle la vida. Seguramente en alguna pared de su casa deba haber colgada una vieja fotografía de su pequeño, pero matón Polaquito.