Quiso el infortunio que coincidiera el V Festival Internacional de Música Popular de Varadero, evento a realizarse en la segunda quincena de noviembre de 1985, con la llegada a las costas cubanas del huracán "Kate", uno de los más devastadores fenómenos meteorológicos que han azotado la isla. Penetró en territorio cubano por las provincias centrales en horas de la madrugada del 19 de noviembre con vientos que oscilaron entre 150 y 200 km/h. Por entonces me encontraba dirigiendo el departamento administrativo de la Dirección Técnica del canal 6 de la televisión cubana y ya desde la tarde del 18 de noviembre los directivos del canal y el personal imprescindible para garantizar las transmisiones, nos encontrábamos movilizados en el área más restringida del Instituto Cubano de Radio y Televisión, el llamado Control Maestro, departamento ubicado en el cuarto piso del edificio con entrada por la calle M.
En algún momento de la tarde tuve que subir a mi despacho situado en el quinto piso del edificio con entrada por la calle 23, haciéndolo por el pasillo interno que une a ambos edificios, entonces pude ser testigo de la fuerza de aquel huracán que con sus ráfagas de viento rompía los cristales de las ventanas de los balcones de las habitaciones del hotel Habana Libre, para caer de punta sobre los techos de los ómnibus estacionados en la piquera del parque de vehículos de Producción del Canal 6, situado en la calle M entre 23 y 25. Impresionante espectáculo aquel que producía el viento, unido al sonido de sus continuas ráfagas y la fuerte lluvia que caía para rodar cual rio abajo a lo largo de la más popular arteria de la Habana, la conocida “Rampa”, en su declive hacia el malecón habanero.
Días antes de la llegada a Cuba del Huracán Kate, desde el Departamento de Video Tape, dirigido en aquel entonces por Armando Mesa Arco, a quien me uniera una estrecha relación de amistad, se había enviado al anfiteatro de Varadero un ómnibus recién acondicionado con el equipamiento SONY, nueva tecnología adquirida por la Dirección Técnica del canal 6, pues el bendito ciclón casi logra hacer añicos aquella bonita amistad, cuando Mesa me comunica a través de una llamada telefónica desde su casa, donde se encontraba de baja por un esguince y la pierna derecha escayolada desde el comienzo del empeine hasta la rodilla, que por favor, saliera cuanto antes a buscarle para trasladarnos a Varadero, ya que aquel viejo ómnibus Girón I rescatado para el montaje en su interior de una técnica valorada en incalculable cifra, y que días antes se había situado al fondo del Anfiteatro en un lugar muy desamparado, al hablar por teléfono con Loli Torriente, productora del evento por la parte de la televisión, le ponía en antecedentes que no lograban echar a andar el motor y para colmo de males se había pinchado una rueda delantera, que ya comenzaba a arreciar el viento y la lluvia se mantenía constante. Para entonces el Instituto de Meteorología anunciaba que en las primeras horas de la tarde-noche se preveía el paso inminente por la ciudad balnearia de Varadero de aquel huracán que por delante se estaba llevando cuanto encontraba a su paso.
La pregunta a mi compañero y amigo Armando Mesa ante lo que consideraba un viaje de locura y suicidio era: ¿A qué íbamos nosotros a Varadero? si ni podíamos arrancar aquel armatoste. Claro que Mesa estaba muy preocupado por la envergadura de lo que podía suceder con todo aquel equipamiento al que tantas horas y esfuerzos había dedicado en el diseño, fabricación y montaje de todas las estructuras metálicas para los cubículos de Video Tape, la flamante sala de Post Producción y el propio camión que se había enviado a Varadero y que con tanto esmero el gallego radicado en Cuba, Eduardo Barreiros, quien por aquellos años dirigía el plan de desarrollo automotriz y la industria cubana de automoción, nos ofreciera su apoyo en la fabricación de las estructuras metálicas necesarias para la modernización de las instalaciones de Video Tape, aunque en el caso del ómnibus se terminara su montaje en un modesto taller situado en Vía Blanca.
Y así, con el poder de convencimiento del que siempre hizo gala mi querido amigo Mesa, nos hicimos a la carretera con el objetivo común de recorrer los ciento cuarenta y nueve kilómetros que nos separaban de salvar aquel dichoso ómnibus de las malas intenciones que traía consigo el Huracán Kate. Llegar hasta el edificio donde vivía Mesa en el Barrio Obrero fue una odisea, pero lo que se convirtió en verdadera proeza fue, avanzar por Vía Blanca rumbo a Varadero cuando los fuertes vientos huracanados sacudían por el costado, justo la parte donde yo conducía, la pequeña furgoneta Mosckovich de color azul claro rotulada con el logotipo del Canal 6 de la televisión cubana en el que viajábamos.
Muy cerca de las tres de la tarde habíamos recorrido los ochenta kilómetros que separan La Habana del puente de Bacunayagua. Con más penas que glorias habíamos hecho poco menos de una hora avanzando a la mayor velocidad posible cuando el viento nos lo permitía, pero al llegar a aquel punto de la carretera se nos ponía todo en contra, o mejor dicho el viento en contra, razón por la que bajo una intensa lluvia, que apenas nos dejaba visibilidad, nos vimos precisados a detener la marcha a pocos metros de comenzar el recorrido sobre el puente y retroceder evitando el peligro que entrañaba quedarnos a merced de unas ráfagas muy fuertes que por momentos llegaban de costado amenazando con levantar el auto y hacerlo volar al precipicio, donde abajo, las palmas reales se antojaban frágiles y pequeñas.
Aferrado con fuerzas al volante, puedo jurar que nunca en mi vida me había visto precisado a pisar al máximo el acelerador de un automóvil como aquella vez, lo hizo el miedo, la incertidumbre, la poca visibilidad, la distancia a recorrer sobre aquel puente, que por momentos daba la sensación que su estructura se movía cual papel y que no acababa nunca. De mi compañero de viaje poco puedo recordar, solo un instante me atreví a mirarle descubriendo que no tenía color en su rostro y sin quitar la vista de la carretera se aferraba con la mano derecha a la agarradera situada en su lado sobre la puerta del auto. Cuando finalmente llegamos a la otra punta del puente, no sin antes haber vivido en propia carne la crudeza de los vientos del embravecido huracán, el mismo que en dos ocasiones nos zarandeara con tanta fuerza que las ruedas traseras del auto casi tocaron el muro de hormigón, entonces detuve el motor en aquella carretera que por suerte estaba desierta, mientras temblaba como hoja al viento.
Ya repuestos de aquel susto volvimos a la carretera, aún nos quedaban casi setenta kilómetros por recorrer hasta Varadero y la previsión meteorológica era que, si no se desviaba de su curso, algo muy improbable a esa altura de su trayectoria, pasaría por la ciudad balneario sobre las siete de la tarde, teníamos entonces cuatro horas para llegar y poner a salvo nuestro objetivo, el dichoso ómnibus de vídeo tape.
La segunda parte de este viaje no daba para menos que para una historia de terror. Llegados a Peñas Altas, a la salida de la ciudad de Matanzas, las calles estaban inundadas y el agua llegaba al estribo del auto, lo que me obligaba a acelerar a fondo para que el motor de arranque se mantuviera caliente y así evitar se apagara el motor en medio de la riada. De esa forma pudimos alcanzar la parte más alta de la carretera, donde no se acumulaba el agua y así continuar viaje hacia Varadero ya a menos de cuarenta y cinco kilómetros de distancia.
El pinchazo de la rueda delantera izquierda y la rueda de repuesto baja de aire nos obligó pasado el Rio Canimar a entrar al pueblo para pretender de forma ilusa encontrar una gasolinera donde reparar la goma pinchada y de paso rellenar de aire la goma de repuesto, pretensión que nos llevó más de media hora de búsqueda para terminar en el portal de una casa en medio de la nada donde un amable “ponchero”, emprendedor y cuentapropista, nos solucionó el problema después de pasar las mil y una vicisitudes para sacar la cámara pinchada, por no tener los medios a su alcance ya que su negocio en especial lo dedicaba salvar las maltrechas cámaras de las bicicletas del pueblo.
Solucionado el incidente continuamos el recorrido de los cuarenta kilómetros que aún nos separaba del Anfiteatro, destino final de nuestro viaje. En toda aquella odisea no habíamos comido más que unas galletas saladas que Mesa había tenido la previsión de bajar de su casa antes de salir, por lo que ya nuestras fuerzas se veían menguadas, pero no podíamos darnos el lujo de perder tiempo parando para comer algo, por lo que decidimos seguir viaje con la idea de llegar poco menos pasadas las cinco de la tarde. Y así fue, llegamos con el tiempo justo para intentar trasladar a lugar seguro aquel ómnibus que contenía tecnología de punta de un altísimo valor económico.
En el anfiteatro nos esperaba Loli, quien se encontraba al borde del ataque de nervios ya que todo el equipamiento técnico a utilizar para la transmisión del festival se había desmontado hacía más de dos horas y puesto a buen recaudo, solo faltaba aquel dichoso vehículo que tenía angustiado al equipo formado por los técnicos al no encontrar la solución para moverlo.
La lluvia no cesaba en su empeño de calar hasta los huesos, la blanca escayola que cubría la pierna de Mesa hasta la rodilla se iba tornando de color marrón, dejando al descubierto los dedos de un pie desnudo que a merced de la fría agua de los pequeños charcos formados en el suelo iba salpicando al chapotear sobre ellos en su impreciso andar. Por su parte el viento, con fuerza, detenía toda nuestra voluntad de avanzar de frente y para completar la trama conspirativa contra toda buena intención, el cielo totalmente encapotado se cerraba sobre nuestras cabezas aportando una oscuridad nada deseable. Ese era el panorama llegados a destino y situados frente al monstruo dormido que se antojaba aquel vetusto ómnibus nos preguntábamos con la mirada incierta, ¿Qué hacemos?
Ni pensar mover aquella mole cargada de estructuras de acero inoxidable muy bien colocadas en su interior, que acomodando osciloscopios, máquinas de grabación de vídeo tape, monitores y switchers de televisión, semejaba un estudio muy bien dotado con la más avanzada tecnología del momento y que aquel huracán de categoría cinco se empeñaba en doblegar, sin importarle tan siquiera todo el trabajo realizado para su montaje, los recursos invertidos en él y el alto coste de tan sofisticada dotación tecnológica. Pero lo importante era que estábamos allí, Mesa y yo, con los brazos en jarras pensando en silencio qué hacer, pero fue solo solo por un instante por que las circunstancias, sin más remedio, nos obligaba a ponernos a la acción más que a la meditación. Con mil trabajos, mucho frio por estar empapadas nuestras ropas hasta las etiquetas y Mesa con su pierna pesándole el doble, logramos acomodarnos nuevamente dentro del auto para salir raudo en busca de algún equipo pesado que fuera capaz de mover la Girón I de nuestros desvelos y así solucionar de una vez por todas aquella pesadilla. Fue en El Castillito de la calle 20 donde vimos un tractor y hacia allí nos dirigimos, donde su operario descansaba muy cómodamente bajo el soportal a la ilusa espera que amainara el temporal.
Ni mil medallas, ni cien mil certificados de reconocimiento o la promesa de un eterno agradecimiento que le transmitiría el máximo dirigente de un prestigioso organismo como era el ICRT, pudieron conmover a aquel hombre enfundado en overol azul, la inmovilidad solo fue capaz de romperla una suma algo escandalosa que nos dejaba secos los bolsillos a ambos. Solo con dinero en mano fue como logramos hacer rugir el motor del flamante tractor ruso MTZ 52 y que este se pusiera al fin rumbo al anfiteatro de Varadero.
Contábamos entonces con menos de una hora para realizar toda la operación de traslado hacia un lugar alto y seguro de la ciudad, pero antes había que cambiar la rueda pinchada en titánica tarea, nada fácil de llevar a cabo por el peso que cargaba en su interior el vehículo, pero no quedaba otra, aunque en el empeño dejáramos nuestras cinturas quebradas por el esfuerzo, teníamos que intentarlo y así lo hicimos. Siete hombres en la tarea, sudando pese a la lluvia que se mezclaba sobre nuestros rostros y brazos al descubierto hasta lograr el objetivo propuesto. Terminado el cambio de la rueda alguien apareció con una gruesa soga que amarró al tren delantero del ómnibus y a la parte trasera del tractor en la noble función de su rescate.
A esa altura me preguntaba como aquella reliquia de museo con ruedas, bautizada como Girón I y rebautizadas por el popular con el apelativo de “Aspirinas”, ya que de ellas se decía que aliviaban, pero no curaban (la escasez de medios de transporte), había logrado realizar la travesía desde La Habana hasta Varadero. Aquello llamado Ómnibus Girón I era el resultado de vestir el chasis y motor del camión soviético Gaz-51 de gasolina con una carrocería realizada en la fábrica Carlos Arguelles Camejo de La Habana, con casi siete metros y medio de largo, dos metros y medio de ancho, tres metros de altura y tres colores predominantes, el beige del techo hasta la altura de las ventanillas, el color marrón tierra de las ventanillas hacia abajo y una franja azul separando los dos colores, tan horribles eran como necesarias se hacían. Y allí tirada por el tractor que rugía mientras patinaban sus enormes ruedas impotente por no hacer mover aquella mole de chapa y hierro estaba nuestra Girón I impasible e inamovible para desespero de todos los que actuábamos en esos momentos como meros espectadores.
Cuando ya casi perdíamos la esperanza en un último intento vimos cómo se movieron las ruedas apenas unos centímetros, muy poco, pero ya era algo, entonces todos al unísono comenzamos a insuflarle animo a aquel operario aferrado al volante del tractor para que no cejara en el empeño y funcionó. El ómnibus comenzó a avanzar de a poco, pero con persistencia y ya eso era un premio para los que allí estábamos.
El rostro de mi maltrecho compañero de infortunio Armando Mesa se iluminaba poco a poco hasta el punto de dibujar una franca y alentadora sonrisa que contrastaba con el penoso aspecto que su ropa sucia, ajada y calada podía dar a la vista de quienes le rodeábamos. En mi caso sabia de primera mano que aquella sonrisa era más de alivio que de satisfacción, era la forma de liberar tanta preocupación acumulada, porque aquella acción que en cualquier otra situación podía ser algo muy normal, en aquellos momentos significaba liberarse de la alta responsabilidad de reconocer el fracaso ante un representante de nuestro organismo superior en caso de acabar mal todo y con ello se viera afectada tan desmesurada inversión.
Después de varias operaciones, bastante complicadas, el operario del tractor logró sacar del anfiteatro el ómnibus de vídeo tape para ponerlo sobre el pavimento cuando ya oscurecía totalmente. El tractor halando su pesada carga enfiló hacia Bachiche en el barrio de Santa Marta para dejarlo aparcado junto a los edificios de Villa Artística, lugar donde se alojaban los músicos, bailarines y técnicos que trabajaban en espectáculos de los hoteles turísticos de Varadero.
Kate a su paso por la provincia de Matanzas se había fortalecido y en su indetenible trayectoria enfilaba hacia la provincia de la Habana, por lo que sus efectos en Varadero disminuían, permitiéndonos, después de asegurar la custodia del vehículo, nuestro regreso a la capital sin caer en cuenta que nuestro peregrinar aún no había terminado ya que a lo largo de todo el recorrido iríamos acompañados de fuertes vientos y mucha lluvia.
Así, después de varias horas de viaje y no menos inconvenientes, llegamos a La Habana, para después del más que necesario y reconfortante aseo y un corto descanso, presentarnos en el ICRT para rendir cuenta a la dirección del canal 6 del resultado de aquel viaje expreso que habíamos realizado y trasladarles a nuestros dirigentes superiores la tranquilidad por haber dejado en lugar bien seguro el objeto que tanta preocupación les causaba. Como resultado, el riesgo que habíamos corrido realizando un improvisado viaje bajo la inclemencia del tiempo tan desagradable y peligroso, por supuesto había valido la pena, y al menos para mí, que corría con la responsabilidad de conducir bajo unas condiciones totalmente desfavorables, el haber regresado sin sufrir consecuencias personales, significaba un gran alivio, pero mucho más, me sentía satisfecho por haber ayudado a mi amigo y compañero de infortunio, Armando Mesa. Si aquel ómnibus de pésimas condiciones mecánicas, acondicionado con la más novedosa tecnología adquirida a precio impronunciable, hubiera sufrido algún percance, sin lugar a dudas hubiera sido nefasto para Mesa, a quien, como menos, su cargo de Jefe de Video Tape le costaba.
Así era como funcionaba entonces nuestra isla, rigiéndose por el mal endémico que llegara para quedarse por siempre entre nosotros. Hoy a la distancia, en tiempo y espacio, cuando rememoro episodios como este, no me cabe duda alguna que la improvisación, soluciones y recetas para resolver las situaciones que se nos presentaban en el día a día, nos hacía más innovadores e imaginativos, al punto de tener que hacer más con casi nada, de vernos obligados a convertir la derrota prejuzgada en logro colmado de sacrificios y avanzar hacia un nuevo reto aun cuando las fuerzas se vieran mermadas y para ello el retroceso por impulso no fuera una opción. Pero ninguno de estos inconvenientes convertidos en ley a fuerza de costumbre pudo impedirnos las buena acción y mejores intenciones.
Si tuviera que resumir aquellas experiencias vividas lo haría solo con decir:
< Las cosas de mi país>