El carahata - El Rincon Cubano

Vaya al Contenido

Menu Principal:

El carahata

Memorias > Publicaciones 3
Rieles y traviesas acercando poblados.
“El carahata”, un remedio ante la lejanía.
Por Oniel Moisés Uriarte.

En el año 78, conocí el pequeño poblado de Aguedita, perteneciente al municipio Los Arabos, al que se accedía por un camino de tierra, por el que circulaban fundamentalmente tractores, carretas, maquinaria agrícola y camiones. La otra alternativa, era a través de un extraño invento, que fusionaba la estructura de un autobús, colocado sobre las ruedas de un vagón de tren, con lo que se logró poner en funcionamiento los viejos y ya casi obsoletos ramales del ferrocarril, que ya no soportaban el peso de una locomotora, uniendo bateyes y pueblos intrincados de la zona, aún cuando los rieles estuvieran cubiertos de hierbas. Este estrambótico medio de transporte gozaba de mucho prestigio entre los pobladores de la zona por su constancia, seguridad y puntualidad.

Aquella estrafalaria combinación se podía tomar donde acababa el pueblo de Los Arabos, siendo el único medio de transporte público que existía entonces, razón por la que en el pequeño espacio, por lo regular, tenía que viajar de pie, en compañía de cerdos, guineos, guanajos, gallinas, la prensa del día y un movimiento irregular que no se correspondía con el monótono y desesperante sonido que emitían las ruedas de hierro, al rodar sobre la pulida vía.

En otras regiones de Cuba a este artefacto se le llamaba por el género masculino, “El Carahata”, en Los Arabos me acostumbré a llamarle como sus pobladores, por el género femenino, “La Carahata” y puestos a decirlo como los nacidos en la zona, me sobra la hache, así que le llamaba como les escuchaba decir, “la caráta”, lo que me sonaba más familiar y más apropiado para tan singular invención, nacida de la necesidad.

La carahata comenzaba sus viajes en los Arabos desde las primeras horas de la mañana hasta muy cerca de las 10 de la noche, que salía la última, pasando por los poblados de Occitania, Arango, Aguedita y Jacán. Sucediendo que si no alcanzaba llegar en tiempo para tomar aquel transporte, sabía que me esperaba una larga caminata de más de quince kilómetros. Por entonces me encontraba en una unidad militar, distante a tres kilómetros del batey de Aguedita, que era donde me dejaba la carahata, recorrido que debía hacer por un camino de polvo y piedras y sin nada de iluminación. Pero lo más incomodo era tener que pasar por el pequeño cementerio de la localidad, que aunque la cerrada oscuridad no permitía verme ni los zapatos, ni los pasos que daba, sabía y sentía que estaba allí y eso me daba mucho respeto, para no decirlo de otra forma.

En Aguedita conocí a un popular integrante del rol de lanzadores del equipo de béisbol Citricultores, nacido y criado en el mismísimo batey donde existiera el asentamiento más importante de negros lucumí, lugar que ostentara el privilegio de tener aún en pie, el barracón de esclavos más antiguo de la región, en el que viviera por muchos años su tatarabuelo por parte de madre, en épocas de la esclavitud, trabajando en los campos de caña de todo el territorio de Los Arabos. Aquel muchacho y yo entablamos una amistad a partir de una confusión que tuvo, creyendo que yo era un reconocido lanzador del equipo de béisbol capitalino, Industriales.

Cuando ya le había convencido que yo no era quien él creía, me sugirió le siguiera el juego, presentándome a cuanto se nos cruzaba, que yo era aquel pelotero tan popular y querido. En esas fechas Los Arabos estaba en fiestas, lo que nos sirvió para beber y comer de lo lindo a costa del que yo no era, pero que me gusto ser, me fue cómodo representar el papel y hasta contar alguna anécdota que me inventé. Todo bien hasta que apareció el típico pesado de pueblo, el que todo lo sabe y lo que no se lo imagina y empezó con preguntas sobre averages, y records, fechas y partidos y hasta por qué comía con la derecha si se suponía que debía ser zurdo. De no ser por mi amigo que se dio cuenta que el acoso del pesaó ya iba in crescendo, vino en mi auxilio y me sacó del apuro, con el agravante de que tuvimos que irnos del lugar, por suerte encontrando muy cerca la celebración de un casamiento al que enseguida que le reconocieron le invitaron y por supuesto tuve que volver a ser el otro que yo no era, pero que nos franqueo el término de una noche increíble.

El regreso al batey de Aguedita no se hizo para nada espeso, aunque si, al final, agotador, habíamos caminado kilómetros y kilómetros, sin apenas darnos cuenta, gracias a las tropecientas cervezas ingeridas y las buenas masas de cerdo asado consumidas. Lo triste fue que cuando apenas nos quedaba un kilómetro, nos pasó por el lado con su crac, crac., crac, característico, una carahata en viaje con horario especial por motivo de las fiestas y que nosotros con la borrachera que llevábamos ni nos enteramos.

Así recuerdo una época que tal vez no haya sido lo idílica que cualquier joven desea vivir, pero que me enseño a compartir la necesidad y de ella sacar lo mejor de mí aunque algunas veces también cayera alguna que otra trampita como la que hice apoyado por aquel amigo.


 
Regreso al contenido | Regreso al menu principal