Camellos en el caribe.El diabólico medio de transporte habanero.
Por Oniel Moisés Uriarte.
En el año noventa y siete viví mi experiencia más directa y emotiva con “El Camello”, el medio de transporte más popular y controvertido que ha tenido Cuba en toda su historia, y puedo confesar que entre nosotros se creó una relación tan profunda que rozaba el seudo- masoquismo. Por ese tiempo viajaba todos los días, tomándolo en la zona seis, a la salida del Reparto Alamar, ubicado al Este de la Habana, dirección salida del túnel del puerto.
Cuando me tocaba trabajar en el horario de la mañana, debía entrar a las diez y treinta como máximo, por lo que debía estar dispuesto desde las ocho, o sea dos horas y medias antes para hacer un recorrido que en circunstancias normales se hacía entre quince y veinte minutos.Por consiguiente, debía levantarme a las siete para poder prepararme con tiempo. La parada del camello me quedaba a ochenta metros de la puerta del edificio donde vivía y con solo abrir el balcón y mirar hacia abajo ya podía calcular el tiempo que pasaría en aquella interminable fila.
El Camello se metió en mi piel con tanta dulzura que hasta me enamoré de el, cuando algún amigo pasaba en su coche y me levantaba de aquella interminable espera en que se convertía la parada, según me iba alejando volvía la cara hacia atrás con cierta nostalgia y es que vivir la experiencia del Camello Habanero era algo único. Muchos han sido los cubanos que han dedicado sus obras a este singular transporte público, canciones, obras de teatro, poesía y cuentos, mi intención desde la distancia y el espacio, es recordar el tiempo de periodo especial en tiempo de paz que nos tocó vivir, sin dramatismo y con el toque de humor que rodeaba el surgimiento de artefactos o soluciones como esta que nos sirvió para trasladarnos en masa compacta, a todos los puntos de la capital habanera.
Cuenta la leyenda popular que para los inicios del “Periodo especial en tiempo de paz,” nombre filosófico, asignado a esta etapa nacida a partir del año noventa, la reserva estatal cubana contaba con unos camiones marca Internacional de gran potencia, capaces de mover pesos incalculables y resistir cualquier condición atmosférica por adversa que esta fuera. Estos camiones fueron entregados al ministerio de transporte con el objetivo de tirar de unas estructuras que por su peculiar forma, tenían dos jorobas, una en la parte delantera y otra al final, el pueblo enseguida bautizo como Camellos.
Todavía no se ha podido calcular cuántos seres humanos vivos cabían en un camello cubano, todo dependía de la hora y el día. Para la época dorada de su existencia, en la que yo formaba parte del inmenso ejercito camello-transportado, la primera obligación en su estricto reglamento era, “pedir el ultimo”, el último de una fila que se perdía ante mi hasta casi doscientos metros, comienzo que podía distinguir según la visibilidad del día, si estaba nublado, ni soñar con ver quienes eran los primeros privilegiados de la cola.
El solo hecho de pronunciar aquella palabra mágica, “¿quién es el ultimo?” que resonaban en los oídos de aquellos que habían llegado antes que yo a la parada, motivaba la reacción en cadena de que fueran volviéndose todos hacia mi con cara de lastima, es que claro yo era el ultimo y ser el último en la cola del camello era algo que causaba pena.
En el transcurso de la hora que demoraba en avanzar hasta los primeros puestos, pasaban cinco camellos, en ese tiempo podías hacer de todo, desde comenzar y terminar un libro de cuentos, aprenderte las canciones de los Van Van, cortarle leva al de adelante, vestido a sugerencia de su peor enemigo, con americana a cuadros verdes, camisa rosa, corbata azul y pantalones mostaza, ¡fajao, fajao el cristiano!, o contar interminablemente los apartamentos que conformaban el edificio de la acera de enfrente de la avenida, calculando sus habitantes a cuatro como promedio, de ellos cuantas mujeres y cuantos hombres, cuantos niños y ancianos, cuantas chicas lindas y cuantos gay, cuantos trabajaban y cuantos estudiaban, en fin podías realizar un censo, un responsable censo que repetía día a día incansablemente, en aquellas kilométricas y maratónicas filas esperando el camello.
Así eran los años en que este monstruo rodante apareciera en las avenidas habaneras.