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Cuando la necesidad es esperanza

Memorias > Publicaciones 2019
Cuando la necesidad es esperanza.
Por Oniel Moisés Uriarte

Por el mes de Octubre del año ochenta y uno, ya desmovilizado del ejército, por mediación del esposo de una de mis tías paternas pude comenzar a trabajar como auxiliar de contabilidad en el departamento de Finanzas de un sindicato obrero ubicado muy cerca de la calle San Rafael, en Centro Habana, que ya por entonces se había convertido en peatonal.

Antes, ya desde que estaba en el servicio militar en pueblos de la provincia de Matanzas, sentía inquietud por aprender a conducir, por lo que tractor que se me ponía a mano y al descuido, allí asomaban mis ansias de convertirme en autentico chofer del más flamante de los automóviles que circulaban por las calles de toda la isla, por lo que surcos, terraplenes y caminos entre poblados, se convertían en pistas de carreras frenéticas abiertas a la imaginación de un joven con apenas 18 años, admirador incondicional de Juan Manuel Fangio, el gran ídolo argentino, rey de las carreras automovilísticas allá por los años cincuenta.

Mi sueño comenzó a cumplirse cuando pasado un tiempo de estar trabajando en aquel sindicato supe que en algún lugar, casi en abandono total y estacionado en la calle, un viejo auto marca Plymouth, perteneciente al parque automotor del centro, podía servirme en mi propósito de aprendizaje real, con un auto real, con volante y motor de verdad, con ruedas y pedales reales, por lo que me di a la tarea de localizarle, ya que por ser un auto viejo y algo destartalado a ninguno de los funcionarios les hacía gracia utilizar aquella tartana como despectivamente le llamaban. Resultando que un día le encontré en una calle aledaña a la nuestra, pude ponerlo en marcha y con mucha precaución trasladarlo hasta los bajos del sindicato. Por entonces solo una persona se subía al viejo auto cuando ya no le quedaba más remedio, el viejo Arteche, quien fuera mi único cómplice en aquella aventura y me diera fugaces lecciones en el arte de la conducción, además de ayudarme con el aprendizaje del enrevesado código de transito vigente en Cuba.

Cada día o siempre que podía, me subía al volante del coche si el tramo aledaño a la acera donde se estacionaba en la calle estaba vacío, algo que sucedía muy temprano en las mañanas, por lo que más que me permitía el espacio, era poner en marcha el motor del viejo Plymouth dándole para adelante y dándole para atrás, practicando así el cambio de marchas que era en realidad a lo más que podía aspirar. Así transcurrió casi un año de paciente bregar en la noble tarea de prepararme para sacar el dichoso Permiso de Conducción, que en un tercer intento, como no podía ser de otra forma, me acompañó al examen mi maestro y amigo Arteche, tan viejo y refunfuñón como el viejo Plymouth, en el que me atreviera a presentar credenciales ante “Machete” el más despiadado y repudiado de los examinadores de la unidad de transito ubicada en las calles Cuba y Chacón de La Habana Vieja.

Las dos veces anteriores, sin apenas pronunciar palabras, sobre el papel impreso me había colocado el sello “Desaprobado”, sin embargo para esa ocasión una amiga me sugirió que me encomendara a los santos y si era posible, dada esa característica que tenemos los cubanos de recurrir a los Orishas cuando “aprieta el zapato”, le pusiera unos caramelos a su Eleggua, quien según las sagradas escrituras yorubas es el que abre y cierra los caminos y que esos mismos caramelos los llevara el día del examen y los dejara sobre el asiento delantero del auto como por descuido, que seguramente a “Machete” le picaría el bichito goloso y cogería uno para comérselo. Si así era, según mi amiga, entonces ya la cosa estaba hecha, pero la verdad es que llegada l ocasión hice lo que me indicara ella y la verdad es que aquel imperturbable agente de la ley no picaba ni aunque se los pusiera en la boca yo con mis manos.

Muy serio subió “Machete” al automóvil y me ordenó ponerlo en marcha rumbo a la Avenida del Puerto, girar a la izquierda en dirección a la Avenida de las Misiones y en el Hotel Sevilla tomar nuevamente a la izquierda para incorporarnos a la calle Monserrate. Todo aquel recorrido y ni un caramelo a la boca, ya empezaba a ponerme nervioso en la medida que nos acercábamos a la Loma del Ángel por donde seguramente me haría torcer para que estacionara en la calle Cuarteles, pendiente bastante pronunciada en la que costaba mucho trabajo maniobrar, entonces se hizo el milagro… “Machete” se comía el primer caramelo y el segundo cuando ya descendíamos por Cuarteles, pasada la iglesia, aquel glotón se comía el tercer caramelo y no me decía nada de detener el coche para realizar la prueba de estacionamiento.

Muy suavemente se deslizaba el viejo Plymouth por la centenaria calle Cuarteles, mientras, en mi euforia, apenas me daba cuenta que ya desembocábamos en la calle Cuba camino a Chacón, destino final donde concluiría el calvario de ser acompañado por tan tristemente célebre personaje.

Machete después de haberse comido cinco caramelos, se bajó del auto con la tablilla en la que sostenía el documento donde aparecía mi nombre, fotografía y los dos “desaprobados” del tamaño de un pino que anteriormente me había regalado. Ya asomado a la ventanilla del auto me extendió el impreso con un cuño inmenso en el que se podía leer “Aprobado”.

Nunca he sido fanático absolutamente a nada, pero debo confesar que en aquella ocasión, como buen cubano, de esos cubanos que nos acordamos de Santa Bárbara solo cuando truena, en silencio agradecí a mi amiga y su pequeño santito, al mismo que con tanto amor ella le encomendara la tarea de acompañarme para endulzar al temible examinador y lograr así que este me diera de una vez por todas, el dichoso aprobado. Si fue obra divina o no, hoy todavía yo no lo sé, pero que a mí me funcionara el endulzar a “Machete” de eso si que doy fe.


 
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