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Cuando el tiempo se medía en meritos

Memorias > Publicaciones 2019
Cuando el tiempo se medía en meritos
Mi primer reloj ruso, un Slava de los setenta.
Por Oniel Moisés Uriarte.

Poder lucir un reloj de pulsera en la muñeca de un adolescente, tuviera que pasar por reunir meritos laborales, cualquiera que no haya vivido en la isla de Cuba en los años setenta, seguramente lo consideraría algo totalmente surrealista.

Periódicamente, los centros de trabajo a lo largo y ancho del país, celebraban conclaves conocidos como Asambleas de meritos y deméritos, reuniones en las que se exponían ante todos, los aciertos y errores de cada uno de los integrantes del colectivo de trabajo, lo que devenía en muchos casos en airear trapos sucios, con el solo objeto de ganar reconocimiento ante la administración, bajo el principio de la llamada emulación socialista y según los meritos acumulados, optar por un artículo de primera necesidad, muchas veces enfrentando a su más cercanos compañeros de labor.

Mi madre, quien fuera una infatigable trabajadora, por sus meritos laborales, logró proporcionar el confort necesario a nuestra casa, ganando, gracias al reconocimiento de sus compañeros de faena, los artículos electrodomésticos imprescindibles para el buen funcionamiento de un hogar, en su mayoría de procedencia soviética, entre ellos recuerdo el refrigerador Minsk, el televisor Krim 218, la radio VEF 202 y la lavadora-secadora Aurika 70. A este parque de electrodomésticos podía agregarse la famosa batidora rusa y el ventilador Orbita de plástico. Aquel confort logrado a base de esfuerzos productivos y en muchos casos, enfrentamientos entre compañeros, llegó a hacerle la vida más fácil y llevadera a muchas familias cubanas en los años setenta.

Por supuesto que existían limitaciones, llegado a un nivel de adquisición de artículos poco más quedaba por optar, conseguir una motocicleta Bejumina o Karpaty, solo era un bien reservado a los cortadores de caña, al igual que los autos Lada o Moskvitch, que para ganar el derecho a su compra tenía el trabajador que comerse un campo enterito de caña. Sin embargo quedaba como opción la compra de un reloj o algunos otros artículos como el radio Selena de los que pudimos conocer el Selena B11, el B12 y el B15, el más avanzado y con mayor alcance en la onda corta, todo un lujo para la época.

Fue aquella opción lo que propiciara que mi madre un día me llevara a la tienda ubicada en la calzada de Monte, casi esquina a San Nicolás, a solo unos pasos de donde vivíamos, para comprar mi primer reloj de pulsera. En la vidriera lucían en todo su esplendor varios modelos y marcas de relojes fabricados en la Unión Soviética, de ellos el que más llamara mi atención fue un Poljot modelo Sturmanskie, de esfera gris oscuro, con pulsera metálica, 23 rubíes, doble numeración en la esfera, calendografo en la parte inferior, un marcador de días de la semana, otro para marcar los segundos y una aguja roja que funcionaba como cronometro, todas las agujas y numeración del reloj eran lumínicas y una característica muy especial de este reloj eran sus cuatro coronas, tres de ellas en la parte derecha y una al centro en la parte izquierda, el precio de aquel emulo del Seiko 5 eran trescientos veinte pesos, muy elevado para aquellos años y los salarios que se devengaban.

Me quedé con las ganas, el que me tocaba por asignación, ya que así aparecía escrito en el papel que mi madre presentara al dependiente, era un reloj marca Slava, de esfera blanca, 26 rubíes, pulsera de cuero marrón, tres agujas, calendografo marcador del día del mes y de la semana y la caja en dorado. En verdad era un bonito reloj, agradable de ver puesto en la mano y con el asequible precio de ochenta pesos, mi madre ni lo pensó dos veces, pagó y salimos de la tienda con el primer reloj de mi adolescencia.

Con el tiempo supe que aquel reloj Poljot del que había quedado prendado al verle tras el grueso cristal de la relojería, se había diseñado para los pilotos de las fuerzas aéreas soviéticas y en Cuba comenzaban a usarlos solamente los oficiales de las Fuerzas Armadas, por lo que debía conformarme con aquel que me tocara en suerte o más bien por designación al merito alcanzado.

El reloj ruso Slava lució en mi muñeca durante varios años, algún otro de mejor calidad debió sustituirle porque al cabo de un tiempo lo encontré en el fondo de una gaveta. La caja dorada se había tornado opaca, la pulsera enmohecido y la esfera había perdido su esmalte. Fue una época en la que se compraban los viejos relojes rusos para ser fundido y según la voz popular, lograr con el proceso, unos gramos de oro que se canjeaban por artículos en las tiendas que el estado creara con ese fin. Puedo dar fe que la maquinaria de aquel viejo reloj aun funcionaba y que terminó en la mesa de un hábil relojero de la calle O´rrelly en la Habana Vieja, quien la convirtiera en el mecanismo de un falso reloj, resultado de su viveza, colocándola dentro de la caja de lo que fuera un reloj Rolex de cuarzo, con su esfera original.

Con aquel reloj que mi madre me regalara aprendí que si el tiempo pudiera medirse en meritos, ella lograba reunir tantos que ni el más costoso articulo en asignación o designación se le hubiera podido resistir, pero como no todos los meritos se medían iguales, atrapar el tiempo en un espacio tan efímero no podía ser más que pura resignación.


 
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