Casablanca - El Rincon Cubano

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El Ultramarino pueblo de mi infancia.
Casablanca de nuestra Habana.
Por Oniel Moisés Uriarte.

Existe en la capital cubana un pequeño pueblo al que se le conoce como Casablanca y que tiene dos únicas formas de llegar a él, bien cruzando la bahía en las muy populares lanchitas o dando una vuelta inmensa bordeando todo el puerto de La Habana. Mi madre, por quien conocí desde muy pequeño de su existencia, trabajó durante muchos años como directora del círculo infantil ubicado frente al parque al que se accede cuando viajas a través de la lancha, razón por la que era muy querida, considerada y respetada por los habitantes del ultramarino pueblo habanero.

Alguna de las personas que lea esta publicación seguramente compartirá conmigo las particularidades de ese bello, entrañabley acogedor lugar de nuestra ciudad que antes de 1762, año de la toma de La habana por los ingleses, ya existía como caserío, lugar donde se afincaron navegantes de cabotaje y carpinteros de ribera destinados a las reparaciones de buques mercantes.

Viajar a Casablanca en mi infancia y no fueron pocas las veces que lo hice, era como emprender una aventura, en la cual me sentía protagonista de una historia diferente vivida en cada viaje. Desde que el ómnibus nos dejara en el parquecito frente al “Muelle de Caballeria” me invadía una sensación de libertad a mis apenas siete años, provocada en parte, por el amplio espacio que frente a mí quedaba, donde la luz se hacía más radiante, el olor a salitre más penetrante y el asfalto reblandecido por el calor del intenso sol subía por mis cortas piernas desnudas, solo protegidas por un pantalón corto y horribles botas ortopédicas.

Desesperaba desde el momento mismo de ver que la lanchita con su lento navegar apagaba el motor y balanceándose realizaba la labor de atraque, queriendo soltar la mano de mi madre y saltar como hacían los más atrevidos adultos, lo que ella seguramente interpretaba por mi inquieta actitud y respondía sujetando más fuerte mi mano. Ya dentro y rumbo a Casablanca el trayecto era mágico, acompañado siempre por el vaivén de las olas generadas por alguna embarcación que se cruzara, el color del agua ennegrecida y su inconfundible olor a mezcla de salitre y combustible de barcos que dejaban manchas multicolores sobre la espuma del mar.

La pequeña terminal con sus tablones de madera dura sobre horcones nos recibía impasible llevándonos a atravesar por uno de los torniquetes de salida que nos devolvían a una calle donde se respiraba el fuerte olor del carburo de calcio y en los bordes de las aceras se amontonaban trozos de ese mineral negro que según me decía mi madre se utilizaba para producir gas acetileno. Comenzando el ascenso por la empinada calle ante nosotros, a la izquierda nos quedaba el andén del tren de Hershey y apurando el paso para no ser castigados por el intenso calor llegábamos a la refrescante sombra del parque del pueblo, donde recuerdo algo curioso, había un jardín infantil, una escalera y el escenario de un pequeño anfiteatro, pero detrás, bajando los escalones habían muchas casas, lo que a la vista del recién llegado que no conocía el lugar ni imaginar siquiera que detrás de aquel apacible entorno pudiera haber tanta vida.

Pudiera estar describiendo mil cosas más que recuerdo de ese querido lugar al que me unen sentimientos muy profundos, porque bullen dentro de mí y quieren salir todos a la vez y no es posible en tan breve espacio, solo quiero agregar a esta evocación, que es a la vez también un agradecimiento, los momentos que viví en el seno de la familia Zayas, quienes tenían su casa ubicada en la empinada escalera que conduce al Cristo de La Habana y al Instituto de Meteorología y a su hijo Elías con quien compartiera una importante etapa de mi infancia y con quien descubriera cada rincón de su natal Casablanca, mientras hacíamos todo tipo de travesuras que solo a los muchachos de nuestra edad por entonces podían ocurrírsenos.


 
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