Donde una vez el artista joven pudo crear.La casa del joven creador en la Habana.
Por Oniel Moisés Uriarte.
Hay un lugar vivo en mi memoria desde los años 80, donde los escritores y artistas cubanos y quienes sin ser artistas, queríamos y podíamos estar en contacto con lo más avanzado del arte, ese lugar fue la Casa del Joven Creador, ubicada en la Avenida del Puerto, lugar de cita obligada y referencia de la creación más exigente de cualquiera de las artes y el pensamiento cultural más avanzado de la Isla en tan importante época. Allí alguna vez se estableció la Dirección Nacional de la Asociación Hermanos Saíz (AHS).
Una antigua, pero bien conservada casona de dos plantas y entrepiso, de pórtico imponente y nueve grandes columnas interiores con forma de arcos en las alturas que custodian el amplio y fresco patio colonial,acogía el lugar de encuentros donde podíamos conversar con los amigos, compartir una refrescante cerveza, leer poemas, cantar canciones o escuchar al cantautor que en la noche nos sorprendiera con su presencia.
La Casa del Joven Creador, en lo personal, despertó mi interés por la lectura, la poesía y la canción de autor. Me brindó la posibilidad de conocer y compartir muy de cerca con artistas como Kiki Corona, Marta Campos, Sergio Quesada, Albita Rodríguez, Augusto Enriquez o el profesor Calviño, entre otros muchos. Hubo un periodo en que un escenario ocupaba lugar preferencial bajo el portal frente a la entrada principal de la casona, sobre el que subían a cantar los artistas invitados a presentarnos sus nuevas obras.
Me veo hoy, en alguna de aquellas tardes bohemias, libro en mano, sentado en cualquiera de los tranquilos rincones de la planta baja del edificio, donde no molestaba para nada la presencia de los otros muchos asiduos al lugar, o en las noches, cuando la música de los más reconocidos jóvenes trovadores era compartida con los que asistíamos a la Casa buscando siempre la novedad. Como tampoco puedo dejar de recordar, cuando estoy ya muy próximo a cumplir mis primeros sesenta años de recorrido por esta vida, aquel cumpleaños veinticinco que comenzara a celebrar desde bien entrada la tarde en La Casa del Joven Creador y unificara con la noche, disfrutando aquel momento festivo tan importante para mí, entre canciones, copas y cervezas, para terminar en la casa que habitaba por entonces en El Cerro, acompañado por aquellos músicos con quienes habitualmente me encontraba y compartía en aquel centro cultural, único en su especie, que tenia la Habana de los ochenta.
Había en aquella casona de piedras y lajas, amplios ventanales enrejados, altísimos puntales y la luz natural intensa que se acumulaba a raudales en el patio central, una magia que desde el momento mismo que franqueaba su portón, me transportaba en el tiempo y el espacio, me hacía sentir a gusto, cómodo y libre de vergüenzas o limitación publica. Lo mismo podía entonar una canción, leer un poema o el fragmento de algún libro interesante que cayera en mis manos. Así pasaba para mí el tiempo en La Casa del Joven Creador, sin premura y sin límite, justo el requerido para amortizar lo invertido en una intensa jornada de trabajo desde muy temprano en la mañana. Fue este el lugar que siempre me esperara con sus puertas abiertas cuando necesitaba cargar mis ánimos con la energía positiva que solo allí encontrara.
Hoy no puedo precisar cuándo se rompió aquella magia. Pero si recuerdo que alguna vez, ya casi terminando la década del ochenta, fuera en busca de aquello que siempre me brindara y no encontré más que un lugar frio, sin sentido, sin aquellos amigos que alguna vez nos hiciéramos compañía. Las canciones ya no me decían lo que antes me hiciera vibrar, eran otras voces las que las cantaban, otros rostros que no por desconocidos me fueran ajenos, más lo era el rumbo de otras motivaciones que encontraban para sus creaciones con las que tal vez ya mis años no comulgaban.
Así se fue de mí, como tantas otras cosas que amé de mi ciudad, aquel oasis de creación que por los ochenta me diera vida y deseos de ser yo mismo, sin afeites ni ropajes impostados, sencillamente como fui, o como quise ser. Ese fue el efecto que me causara una vez la casa de los jóvenes que quisieron crear, que se apagó rotundamente cuando un día del año dos mil regresara a mi Habana de siempre y frente a su puerta encontrara el rotulo que identificara el nuevo sentido del lugar: “Museo del Ron”.