Sigo creyendo en las veces que he vestido tus lienzos
y como héroe de las mil batallas que he esquivado,
le agradezco, sin confesarlo , el cobijar mis ufanos rencores.
Te declaro, que aspiré crecer a semejanza del vetusto rostro de tu fotografía,
la que presidiera la sala vacía de aquella casa profusa en silencios que un día habitamos.
Después que partiéramos sus inquilinos, quise volver entonces por tu retrato,
no quería para nada el desvencijado marco que dorara un día su esplendor,
solo, el breve espacio en mi valija ocupado por la textura del papel malogrado.
Fue entonces cuando comprendí que te había creído siempre,
desde el momento mismo de conocer que antecedías mis estrategias,
y me mostraras el mundo inmenso que existía dentro de las hojas
amarillentas del libro que reposaba bajo mi tibia almohada,
con el que viajaba de tu mano breve por tierras y desamores cada noche.
Entonces lloré tu ausencia, no la de tu partida, porque nunca la viví,
¿mi pesar?, dejarte allí solo, en aquella fría, húmeda, y despintada pared
y al regresar no encontrar más que una mancha clara, limpia, impoluta,
el espacio más pulcro de toda aquella morada en ruinas, marcando tu obstinado espacio.
Te habías ido como se van los desagradecidos que agradecen el olvido.
Pero no solo, alguien, quizás por pena, te retiró de la inviolable altura
que ocuparas desde siempre, la privilegiada elevación del testigo enigmático
que enmudece sufriendo las incontables ausencias de sus inquilinos.
Y me quedé allí, callado y desierto, esperando volvieras,
o que aquel alguien piadoso y confundido en su acto, te devolviera a mi necesidad.
Mientras, la noche se desnudaba entre alaridos y reclamos,
y yo, allí solo, dubitativo, frente a la negación incisiva que desarticula cada segundo,
del tiempo impreciso queriendo despertar de un sueño sin sosiego,
me hace saltar en el tiempo y correr despavorido, buscando la luz al final del sombrío pasillo,
y casi al traspasar el umbral de la vieja casona que comienza a demoler recuerdos,
te encuentro allí, entre las primeras piedras que convierten en escombros el desamparo.
Estrujado y cubierto por el polvo de la insensatez, te recojo, limpio
y te arropo entre las telas húmedas que guardan mis temores.
Vuelvo la vista atrás y me despido de lo que fuiste un día,
cuando con tus recias manos forjadas de necesidad, erigiste el refugio donde cobijar amor,
el nido donde creciera generación tras generación la tenaz y orgullecida descendencia.
Se acabó abuelo, tu ya no estás y esto se viene abajo,
claro que desde ahí afuera los golpes continuados de una maza imperturbable
aceleran la caída de cada muro y herrumbrosos barrote de inservibles prisiones,
aunque ahora que escucho los gritos enardecidos de quienes allí afuera me reclaman,
comprendo por qué todo comenzó cuando los que habitamos tu legado
advertimos que un mundo aun mayor que el de las páginas de tu lección caducada existía.
Me voy y nadie sabrá que te llevo entre mi pecho y sinsabores,
que acarrearé el peso de tus imprecisiones a donde quiera que vaya,
prometiendo hacer lo indecible y lo digo desde el afecto y respeto que profeso,
para que nunca, escucha bien mi solitario abuelo, los que siguen
nunca cometan, nuestros mismos errores.