De rey a presidente, una avenida influyente.Carlos III o Allende, importante arteria habanera.
Por Oniel Moisés Uriarte.
Desde donde comienza, en la calle Belascoaín y su intersección con la calle Reina, hasta las faldas del Castillo del Príncipe, donde finaliza, fueron muchas las veces que caminara la avenida de Carlos III y en cada paseo algo nuevo descubría a lo largo del recorrido.
La populosa e importante arteria habanera, cambiaba oficialmente su nombre por el de Salvador Allende, después de la muerte del presidente chileno en 1973, nombre al que se han resistido los más antiguos moradores de la ciudad y el que los más jóvenes, a tanto repetir, terminan por aceptar como bueno.
La arquitectura que luce la avenida a lo largo de sus 17 cuadras, en 1210 metros y 51 de ancho que la conforman, alberga edificios como El Gran Templo Masónico, en el número 603 radicó durante muchos años la sede del Partido Socialista Popular. Casi enfrente se edificó la sede de la Compañía Cubana de Electricidad, edificio moderno construido en 1958. Destaca entre las edificaciones el llamado hospital de Emergencias, primera instalación monumental moderna en la ciudad. Por la avenida podemos ver la parte posterior del edificio de la Sociedad Económica Amigos del País, actual Instituto de Literatura y Lingüística. En ese lado de la acera, se encuentra la mansión que alberga en la actualidad, a la casa de la cultura local, perteneciente a Alfredo Hornedo, un cochero que se convirtió en millonario a mediados de siglo XX.
Al frente, en la acera de los números impares, se levanta la antigua fábrica Pepsi-Cola y en el límite con el municipio Plaza, queda el edificio Las Avenidas, una construcción ecléctica de 1925. En la misma acera, al cruzar la avenida Infanta, la escuela de Medicina Veterinaria acoge a la avenida Carlos III en el municipio Plaza y la dependencia de la escuela de Agronomía de la Universidad de La Habana, así como el mercado Único, actual Plaza de Carlos III, reinaugurado en 1997 como proyecto comercial de la corporación CIMEX, son los edificios que han corrido mejor suerte en mantenimientos o restauraciones.
Si tuviera que elegir mi lugar favorito en la avenida de Carlos III, sin dudar un segundo respondería, La Quinta de los Molinos, donde en la actualidad se alberga el Jardín Botánico de la Habana, lugar donde se levantara la mansión donde vivieran los capitanes generales en tiempos de la colonia española y que al instaurarse la republica fuera residencia del generalísimo Máximo Gómez.
La Quinta de los Molinos fue durante muchos años, uno de los lugares donde trompetistas, saxofonistas y flautistas de la capital practicaban con sus instrumentos y a donde se les iba a buscar cuando alguna agrupación musical necesitaba completar su plantilla para realizar una gira al exterior. De aquellos años recuerdo una grabación de vídeo que teníamos con la agrupación musical de la que formaba parte y por consiguiente tuve que ir a buscar un trompetista de urgencia. Ese día algo lluvioso, escaseaban los músicos en las áreas de la quinta, después de caminarla en casi toda su extensión, escuché a lo lejos un sonido de trompeta con sordina y raudo hacia allí me encaminé.
Menuda sorpresa me llevé cuando descubrí de donde procedía el sonido. Era un muchacho bastante joven, muy delgado, de pelo muy negro y revuelto, metido dentro de un mono, tipo vaquero, de tela azul bastante gastada y desteñida, donde podían entrar dos más como él. Me miró y sin despegar los labios de la boquilla alzó las cejas en señal de saludo y siguió en lo suyo, que no era más que imitar el sonido que salía de un pequeño reproductor de música. Pero era tan mal como lo hacía, que seguí mi camino. Después de deambular por todo el parque y no encontrar ningún otro músico, tuve que regresar a él. Le puse al corriente de lo que necesitaba, que no era más, que intentar lo mismo que llevaba haciendo desde la mañana, o sea, hacer como que tocaba, cuando en realidad lo que hacía más bien era un doblaje. No puso mucha objeción y así quedamos para vernos en la tarde y ya que por allí estaba, me venía muy bien citar al grupo para La Quinta de los Molinos donde haríamos las tomas necesarias y fotos.
Llegados todos al lugar, esperamos un rato hasta que apareciera el emulo de Centurión, quien solo tenía que hacer la pantomima de tocar la trompeta. Cuando apareció y los muchachos del grupo le vieron, aun cuando ya les había preparado, no podían aguantar las risas. Llegaba vestido con un pantalón color beige muy ancho y con el bajo doblado hacia afuera, una camisa blanca rematada al cuello por una pajarita roja y un saco azul marino al que le sobraba una talla. El payaso Ferdinando, aquel personaje del circo ruso, nos hubiera ido mejor. Pero a falta de pan, casabe. Tuvimos que apechugar y darle para adelante con aquello, que en las fotos todos intentaban tapar de alguna forma u otra, ubicándole al final del grupo y en las tomas de video solamente se veía la trompeta.
La verdad es que la pasamos bastante mal, pero al final hasta se nos hizo gracioso y nos calló bastante bien por sus ocurrencias, eso sí, mientras no sonara una nota de su trompeta que estoy seguro, el sonido que emite el avestruz, cuando quiere llamar la atención de algo, nos hubiera servido mejor. Esos eran los riesgos de tener que ir a buscar músicos a La Quinta de los molinos o a la falda del Castillo del Príncipe, otro de los lugares donde iban a estudiar, aunque, a decir verdad, los mejores iban por libre y por supuesto, encontrarles por allí, era bastante habitual.
Que a nosotros ese día nos tocara semejante personaje, fue sin dudas el azar, que pudo jugarnos una mala pasada, pero como sarna con gusto no pica y si pica no mortifica, con el resolvimos nuestro problema sin más y logramos salvar la grabación que todavía anda por ahí rodando y cuando veo las imágenes reconozco con nostalgia la decadente Avenida de Carlos III y su Quinta de los Molinos, antiguamente, refugio de quienes bien daban la nota.