Atrás de la iglesia - El Rincon Cubano

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Atrás de la iglesia

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Casarse por atrás de la iglesia, una solución.
Recurso, al que echar mano, en tiempos de carencia.
Por Oniel Moisés Uriarte.

La iglesia de San Nicolás, en La Habana, fue el lugar que en mi niñez, tuve como mejor referente, cuando de encontrar paz y serenidad interior se trataba. Aunque no tiene grandes dimensiones, como muchas otras, de las que con los años he conocido, en aquellos momentos, me parecía inmensa.

El silencio y la tenue luz, que en su interior reinaban, me transmitian la tranquilidad que el inquieto carácter de un niño de cinco años requería. A ella me llevaba mi abuela los domingos en la mañana, para misa de 12 y con los años, segui aquella costumbre, pero no para escuchar el sermón del cura español, al que nunca pude entender lo que sus labios balbuceaban, sino para sentarme en el piso, en uno sus laterales, observando por debajo del paraban, como el parroco daba la misa, mientras en la punta de su nariz, colgaba una gota de sudor, que con los movimientos que hacía, amenzaba con caer, pero que se resistía y propiciaba que yo contara a media voz, los segundos que demoraria en hacerlo, coincidiendo que al llegar al número 50, aquella rodaba buscando el labio superior para caer, sin más reparo, sobre el misal, acción que por el gesto de desagrado que este involuntariamente hacía, acompañado de una blasfemia, le denunciaban, que no le agradaba para nada el hecho.

En la plazoleta que ocupaba la iglesia, confluian las calles, San Nicolás y Reunión y era el lugar donde los muchachos de mi barrio nos reuniamos, para hacer toda suerte de alborotos, coincidiendo con la ceremonia religiosa que en ella se dearrollaba. Quizás ya por la edad, el viejo cura español, ni caso nos hacía, pero cuando este enfermó vino en sustitución un cura peruano, con fama de tener muy mal carácter. El novel religioso vivía en los altos de la parroquia, por lo que no era nada extraño, que en horas de la noche, bajara de su alcoba para desalojar a las parejas que al amparo de la oscuridad y privacidad que les brindaba la calle Reunión, justo la que daba a la parte de atrás de la igesia, se premiaban con todo tipo de arrumacos y en algunos casos, hasta más.

Al anterior sacerdote nos unía una relación más cercana, porque todos los muchachos, sin excepción, habiamos sido bautizados por el. Conocia nuestros nombres y apellidos, como conocía el de nuestros padres y abuelos y sabía hasta donde viviamos. Nunca se molestaba porque coincidiendo con la misa, jugando a los escondidos, al que le tocara buscar a los que se ocultaban, contara en alta voz, o señalara a los que iba descubriendo en sus escondites y en loca carrera terminaran chochando contra el paraban, causando mucho ruido, o alguna caida, acompañada de risas estruendosas, que dentro del recinto ecleciastico resonaban de forma mutiplicada.

El nuevo cura era harina de otro costal y desde su toma de posesión puso reglas de juego. Nos prohibía sentaramos en la acera de la iglesia, donde muchas veces jugabamos a las postalitas. Terminó de forma radical con el juego del burrito 21, y el de la gata paría, que tanto nos gustaba hacer en la acera de enfrente a la iglesia. El cartel con el burro al que le poniamos el rabo con los ojos vendados, tuvimos que trasladarlo a donde la antigua bodega que hacia esquina, frente a la iglesia y de juego de pelota nada, con la llegada del curita del bigote ancho, se acabó lo que se daba. Lo único que este no pudo erradicar, fueron los encuentros furtivos de las parejitas de enamorados, en la parte de atrás de la iglesia y todavía menos evitar, que muchos de estos, tuvieran como consecuencia, un embarazo no deseado, que provocaba la unión en concubinato, de muchachas muy jovenes, con imberbes, que estaban más, para ser cuidados, que para ser padres. Por aquella razon, nunca mejor aplicada la frase, muy usada por entonces, < se casaron por atrás de la iglesia> cuando una pareja decidía comenzar una vida juntos, pero al no contar con recursos que cubrieran una pomposa boda religiosa, optaban por la fuga pactada. En el caso de nuetra iglesia, más a pelo no podía venirle la frase, porque literalmente, allí, a la parte de atrás, se iba a lo que se iba, quisiera o no el cura peruano que nos tocara en suerte.

Nunca supe su nombre, pero si recuerdo su rostro transformado en ira, cuando se enteró que a su hermanita de quince años, venida desde su país para estar a su cargo, un muchachón del barrio le echó el ojo y no paró hasta llevarla atrás de la iglesia, premiandole con un bombo de regalo, que a los nueve meses, mejor sonaría. Aquel cura peruano dúró muy poco tiempo en nuestra iglesia y con su partida reconquistamos el terreno perdido, volviendo todo a la normalidad, aún con la llegada de otro parroco, que mucho más inteligente, nos ganara a todos, hasta el punto de ponernos a cantar en un coro que montara en la iglesia. ¡Ah! y para acabar con la penumbra complice de la calle trasera de la iglesia, la iluminó con una bombilla, que mandara a proteger de las pedradas que los mal intencionados lanzaban para apagarla.


 
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